jueves, 24 de mayo de 2018

La bomba del ‘Negro Bomba’ (IV)

El despertar de la bestia

            El público se pone en pie, grita, ruge, maldice, patea el piso. El Estadio parece a punto de desmoronarse.

            El referí sale corriendo, protegido por la policía, se dirige al túnel de escape en medio de una lluvia de proyectiles de todo tipo y calibre.


            Los jugadores, titulares y suplentes, se congregan en el centro de la cancha.

            El público no se retira, sigue rugiendo.

            El presidente de la Federación Peruana de Fútbol sube a la cabina de Occidente, busca el micrófono de transmisión para llamar a la cordura. Teófilo Salinas maldice al no encontrar micro ni alambres. El encargado, Herbert Palacios, no sabe explicar lo ocurrido.

            La mayoría del público, entusiastas espectadores primero, ahora energúmenos transformados por el alcohol, destrozan los asientos de madera, los lanzan a la cancha; las tribunas de Norte y Sur encienden fogatas, rompen los pisos de cemento, improvisan proyectiles.

            Los bomberos abren los caños del sistema de bombeo, pero no cae ni una gota de agua; buscan extinguidores, no existen.

            El comandante Azambuja ve que la gente de la tribuna Norte se lanza sobre el campo, los de Sur son contenidos por los perros policías.


            No tiene otra salida: ordena disparar gases lacrimógenos a las tribunas.

            Óscar Artacho sigue frente al micro: el humo de las bombas está invadiendo nuestra cabina, vamos a cortar nuestra transmisión, aquí puede pasar cualquier cosa, buenas tardes radioescuchas. Silencio.

            Cinco policías arremeten a varazos contra los invasores del campo, escalan algunas gradas, cinco exaltados agarran a uno de ellos, lo alzan en vilo y lo lanzan al vacío. Muere al instante.

            Otro exaltado destroza una botella sobre la cabeza de un perro policía. El animal muere con el cráneo abierto.

            La confusión es general, la violencia se universaliza.

            Unos quieren abandonar las tribunas, se precipitan hacia los túneles; otros, regresan al ver que los primeros no avanzan; chocan unos y otros, se pisotean entre ellos, varios caen y mueren, sus cuerpos ruedan por las gradas.

Caos, desorden, confusión


Leonardo Cevallos ordena a Dora abandonar el Estadio apenas iniciados los disturbios.

            Carga a María y a Hugo. Su esposa, se encarga de Juan, Lidia y Francisco, los mayorcitos.

            El pescador se dirige a la boca del túnel, la multitud lo empuja, mientras desciende se da cuenta que no hay pase, que la gente cae una sobre otra.

            Da media vuelta, decide retornar a la tribuna, su esposa intenta lo mismo, pero otro grupo se abalanza sobre ellos, los hace rodar.

            Leonardo cae, hace esfuerzos por no perder el sentido, sus hijos le son arranchados por la avalancha humana que busca la salida.

            El pobre hombre vuelve a rodar, lo patean, lo pisotean, queda a un costado de las escaleras, como puede se aferra al lugar, ve todo negro, a duras penas se levanta, busca a su familia, grita sus nombres. El griterío generalizado es la respuesta.

            Leonardo logra salir del túnel, llega a la tribuna, los gases lo hacen llorar, le nublan la visión, siente que está solo. Se dirige a un lado, se sienta, se coge la cara con las manos y se pone a llorar.

            Mucho después, ya de noche, desesperado, con los ojos hinchados y llorosos, desciende por las escalinatas, se encuentra con una alfombra de cadáveres que no sabe porqué están ahí. No encuentra explicación.

            Sigue avanzando, tropieza, encuentra un zapato, lo reconoce: es de su hija Lidia.

            Sigue avanzando, encuentra otro zapato: es de su hijo Hugo.

            Siente que el mundo se le viene abajo, pide auxilio, dos bomberos lo ayudan a salir.

            Después, horas después, reconocería en la Morgue Central los cadáveres de su esposa y de sus cinco hijos.

Saqueos, pillaje, vandalismo

            Jorge Canturín Escobedo llegó temprano al estadio y ocupó su lugar en la tribuna Norte acompañado de familiares y amigos.

            Al iniciarse los disturbios, quiere abandonar el lugar, escucha que las puertas están cerradas, retorna a la tribuna y se sienta en las gradas, llorando por efecto de los gases.   

Ve a un hombre, con su hijo en brazos y el horror pintado en el rostro, dirigirse a uno de los túneles. Lo convence para retornar a la tribuna. Los tres logran salvarse.

            Mientras vuelve la calma, Jorge Centurín y el desconocido bajan las escalinatas sorteando cadáveres, antes de llegar a la puerta violentada ve decenas de zapatos de niños, mujeres y hombres, y a un individuo buscando la pareja de un zapato nuevo que lleva en las manos, teniendo los suyos puestos. ¿Hombre o cuervo?, se pregunta.

            Y ve a hombres y mujeres caminando sobre cadáveres, buscando a sus hijos; y a niños llorosos, caminando sin rumbo, buscando a sus padres.

  

            En los alrededores del Estadio la turba destroza las lunas de cuanto vehículo y ventana halla a su paso; incendia casas vecinas y establecimientos comerciales; saquea el Mercado Mayorista, saca a relucir su falta de aprecio u odio contra la policía y se le enfrenta decidida, frente al Paseo de la República la acorrala, acuchilla a uno, degolla a chavetazos a otro.

            La violencia se extiende por toda la metrópoli, la policía realiza disparos al aire.

            A las 7 de la noche las radioemisoras dan cuenta de tres muertos, la gente piensa que es una exageración; a las 7 y 10 se informa de 30, y ya parece un escándalo; más tarde se habla de 60a, luego de 100, nadie quiere creer en esas cifras; todos creen que son más.

            La ciudad se pone en alerta roja, saca a relucir sus defectos. No hay ambulancias suficientes, los hospitales no se dan abasto ni están abastecidos; reina el caos, la confusión y el desconcierto. Lima no está preparada para un desastre como este.

            A las 7 y 30, los jugadores argentinos y uruguayos, que estaban de espectadores, y sus dirigentes, abandonan el baño de los referís donde estaban refugiados.

            Todavía temerosos por lo que han visto, salen con escolta del Ejercito, abordan un ómnibus de transporte militar y se alejan del Estadio.

            Media hora después salen los peruanos. Sienten como que han vuelto a nacer. Nunca olvidarán lo que han visto.

La carga de los 300

            En medio de la turbulencia, las radioemisoras y los canales de televisión trasmiten el mensaje de pesar difundido por la Secretaría de Prensa de Palacio de Gobierno:

            Quiero expresar a los familiares de las víctimas de los sucesos ocurridos en la actuación de hoy, en el Estadio, mi honda consternación por tan fatales y trágicos acontecimientos que han privado al país de vidas útiles y que, al desaparecer en circunstancias tan incomprensibles y crueles, enlutan al Perú todo.

            Minuto a minuto, en esta dolorosa tarde, he recibido en mi despacho noticias que me han abrumado de dolor. Es esta una hora de recogimiento en la que a todos los peruanos toca, junto con nuestro homenaje a los muertos de este día fatal, elevar una plegaria al Altísimo por su eterno descanso y porque su sacrificio, acaecido en un momento de entusiasmo deportivo, lejos de crear la discordia, ahonde la fraternidad, saliendo el país de este duro trance fortalecido en su alto ideal de solidaridad humana.

                                                                              Lima, 24 de mayo de 1964.

                                                                         FERNANDO BELAUNDE TERRY


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