jueves, 5 de julio de 2018

Una lágrima por ella

Por César Augusto Dávila


Jamás sabré porqué, pero su familia no podía verme ni en pintura. Ella, sin embargo, me quería "a la de a verdad", sin reparar en mi ayer palomillesco o mis quince años sin futuro rentable a la vista. Se llamaba y se  llama Leonor, y aunque  ese  barrio de ayer es solo un recuerdo -como nuestro perseguido romance-, de vez en cuando el destino nos programa un reencuentro, en el curso del cual hablamos un poco y estrangulamos el bobo para no ponernos a llorar como dos caídos del catre.

Y es que, según parece, los amores perseguidos están destinados a no morir nunca, por más que el tiempo y la vida los vaya convirtiendo tan solo en maltratados recuerdos. Igual que el viejo barrio de casas ruinosas, puertas clausuradas y hermanos amigos, que ya no volveremos a ver.

De vez en cuando regreso a Mapiri, donde me espera una extraña confusión de alegrías y tristezas, que suelo remojar en chelas, acompañado del 'Cholo' Teves, sobreviviente de mi lejano ayer y componedor de huesos maltratados y dolores indefinibles que él sabe aquietar con la magia andina que aprendió en la universidad del SaraSara, montaña tutelar de su añorada Coracora.

Pero hay algo más. En algunos de los callejones de la cuadra 3 del hoy rebautizado Aljovín, no falta una doña que me invite el almuerzo, un viejo memorioso que me chapea 'Niño Dios', como hace siglos, cuando yo era palomilla y asombraba al bobonaje, con ciertos trucos de magia y la convocatoria a los difuntos.

Pero también sigue vivo Gerardo Cañola, el bailarín de guarachas que en lejanos tiempos se ufanaba de sus quince pilchas elegantosas, financiadas por su socorrido oficio de vendedor de 'calentaos' segunda puesta, que sabe cachinear en La Parada.

Gerardo cree tener la obligación de ponerme al corriente de las noticias barriales. Y no bien me atisba cantando valses jaraneros guitarreados por Teves, desgrana un inclemente  noticiero, que no siempre me arranca sonrisas, pues todo Mapiri ha sido y siempre será la familia más cercana a mi corazón gitano.

"César: ha muerto Guillermo. Emilia y el 'Lloco' Bandy se fueron a Estados Unidos y no regresaron nunca. El grandazo Adrián, que se fue a tierras gringas como mecánico, volvió treinta años después graduado de costurero. La señora Rosa, hermana de Guillermo, murió finalmente tras una larga enfermedad. Y oye: la chibola esa que era tu firme, viene de vez en cuando al barrio y siempre pregunta por ti. Quiere saber de tu vida, con quién te casaste, en qué periódico escribes ahora y si a veces vienes, y si preguntas por ella. Ella ya, claro, es señora y yo, de vez en cuando, le hago la conversa. Pero en cuanto le hablo de ti se pone a llorar y, hermano, aunque yo quiera contenerme, a veces me contagia."

De pronto, se detiene el informante: "No pues, compadre. Si tú también vas a llorar, mejor ni te digo nada." Y ya no me dice más, porque no hace falta.

Sí, pues, los hombres también lloramos. En especial, si nos recuerdan a nuestro amor de los quince. A esa hermosa chiquilla que era la más guapa desde Mapiri hasta La Victoria. Y yo me pregunto ahora cuál hubiera sido nuestro destino compartido si mi presunta suegra y sus numerosos hijos no hubieran decidido torcernos la suerte, así, tan a la mala, que ni Leonor ni yo nos hemos consolado hasta ahorita mismo, compañeros.


Perdón por la tristeza. Estas lágrimas van por ella.

 


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