domingo, 12 de agosto de 2018

'Mortimer', mi amigo filósofo

Por César Augusto Dávila

"Yo nací por la alegría/. He vivido y moriré, por la alegría del combate/. Que nadie, jamás, vincule mi nombre a la tristeza."

Claro que estos versos no son míos. ¡Qué más quisiera yo! Son un fragmento del famoso 'Poema al pie de la horca', escrito por el patriota checo Jean Fucik, héroe y mártir de la resistencia antifascista, torturado y asesinado por los nazis, por defender valerosamente la independencia de su patria.

Después de haberlo sometido a salvajes interrogatorios, y llevando como única ropa un miserable taparrabos, dos verdugos lo arrastraron rumbo al patíbulo. Pero minuciosos como eran, hasta en su barbarie, los criminales, incurrieron en la burla cruel de preguntarle si quería hacer testamento.

Y entonces, este hombre curtido en el coraje, respondió que sí, que sí quería, y pidió luego 'recado de escribir'. Cuando este le fue proporcionado, tuvo prestancia suficiente para escribir con mano firme el citado poema que legó a sus hijos, como 'su única fortuna'.

De esto y muchas cosas más, solíamos conversar con mi entrañable colega 'Mortimer', adjetivado 'Filósofo fecal', por su habitual proclama, según la cual "El mundo es una m…"

Era un hombre signado por la tragedia. Desde que vino a este  planeta, solo conoció miseria y amarguras, agravadas por su congénita debilidad física, que contrastaba con un chispeante ingenio, su potente voz de jarana y la eterna disposición para los lances de amor, que le brindaron  numeroso desengaños, dos matrimonios, dieciséis hijos –ni uno menos- y una infatigable sed que se aplacaba a medias con una exagerada dosis cervecera, que se convirtió en devoción ronera, como suele suceder hacia el tramo final del alcoholismo crónico.


Mortimer -que se llamaba Antonio- soportaba con estoicismo las bromas que aludían a su extrema delgadez y su tendencia a los chistes funerarios. Y lo hacía en virtud de su instantánea agudeza para contrarrestar a los graciosos, dándoles de su propia medicina.

Como anécdota, puedo contarles que siendo yo director de un popular diario lo vi llegar atardecido a la puerta de mi oficina. Entonces le pregunté: "¿Ya estás borracho?" A lo cual, muy serio y compungido, me respondió: "No. Acabo de levantarme".

Ante tal respuesta, fingiendo un acalorado enojo, le acoté: "¿Cómo te atreves? Yo te he contratado como borracho profesional… y tú te me apareces sobrio. Trinca estos veinte soles y no regreses hasta que no te hayas tomado por lo menos unas seis chelas, para ponerte en salsa."

Mortimer pescó el bille a la volástica y se fue murmurando: "Lo que es la vida. A otros, los botan del trabajo por llegar choborras… y a mí me requintan por la única vez que he llegado a chambear sin trago. ¡Quién entiende al mundo!"

Así era pues, nuestra relación laboral. Llena de sagaz, extraño pintoresquismo, pero de cualquier modo, fraterna y muy sincera.

Cierta vez quiso franquearse conmigo, poniéndose serio, en medio de las payasadas que ambos promovíamos, pasadas las horas de trabajo, pero no se lo permití.

Cuando se arrancó diciendo: "Yo soy hijo"… le rematé el verso, cantándole: "Yo soy hijo de una madre muy humilde"… y añadiéndole un vals criollo a cada esbozo de capítulo desgraciado de su biografía, hasta que llegó a decirme que había terminado con la mujer que más había amado. Entonces, le canté ese remate de marinera norteña, que dice: "¡Hasta la vuelta, paisana!"

 "En suma, concluí, tu vida no es nada triste. Lo que pasa, es que tu historia está escrita en quince valses criollos, un par de polkas y una marinera  con resbalosa."

"Así es, hermano", aceptó y brindamos por ese gusto, como se usa en las buenas juergas.

Después, la vida nos fue separando y lo último que supe de él es que cantaba en una de esas borracherías de por ahí, cobrando dos soles por vals de su nutrido repertorio, que incluía temas como: El beso a la difunta, Las herramientas del preso y su hit de fondo titulado La Primera Guerra Mundial, una especie de sátira política antiguerra, matizada con un salteo geográfico y algunos toques vivenciales de los líderes mundiales, "que mandaban a morir a jóvenes que no se conocían, para después negociar la paz, con  algunos viejos que, finalmente, eran compadres entre sí".

Al caer la tarde, se retiraba a cuasi dormir en una pensión de mala muerte. Y por el camino, iba comentando: "Hay que saber cantar con pillería. Así me voy tranquilo, borracho y con treinta mangos en el bolsillo."

Cierta tarde me enteré que había sido finalmente recogido por una de sus hijas, casada ya, quien lo albergó en su departamento de Chorrillos.

Pero Mortimer quiso morir en su ley y se construyó una 'botella servicial', anexada a un sorbete mangueril que le permitía beber el infame cañazo que fue el último deleite que edulcoró su vida.

Quizás como testamento de la extraña e incomprendida filosofía cantinera que lo llevó a la muerte, me dejó algo que no he podido olvidar.

Una de esas noches que compartíamos, la quise pegar de culto y evocando a Sófocles le dije: "Frente a la estupidez humana, los propios dioses luchan en vano".

"No, no -me reprochó-. Eso no es así." ¿Y cómo es, entonces?, pregunté. "La verdad, es que pa' cojúo no se estudia", me sentenció solemne. Y así será, quién sabe, medité casi convencido. Pues yo también he sido y soy, aunque sin beber, un hombre de vida alegre, mi estimado. !Salud, por ese gusto, chocherita!

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario