Hace cuarenta años Colin Turnbull publicó un libro conmovedor y terrible, cuyo título es aproximadamente: El pueblo de la montaña. Es una etnografía de los Ik, de Uganda, un grupo de cazadores-recolectores, que fue nómada mientras pudo desplazarse regularmente, en un ciclo anual, entre las montañas Didinga, de Sudán, el lago Rodolfo y las montañas Zingout, en Kenia, y el valle de Kidepo, en Uganda.
El movimiento de los grupos nómadas no es azaroso, ni errático. Normalmente sigue una pauta estable, bien definida, que permite aprovechar los recursos de cada región del itinerario, sin agotarlos, y que permite también reorganizar los vínculos sociales, disipar conflictos, formar nuevos grupos de trabajo, todo lo cual es importante para un orden básicamente igualitario, como es el de los cazadores-recolectores.
Así era la vida de los Ik, hasta que se cerraron las fronteras, y el gobierno de Uganda creó el Parque Nacional del Valle de Kidepo, como atractivo turístico. Los Ik se vieron reducidos a vivir en el Monte Morungole, dedicados a una improbable agricultura. Es decir, que súbitamente desapareció todo su mundo, desapareció el fundamento material de su modo de vida, de rituales, instituciones, prácticas, vínculos, emociones. A Turnbull le tocó ver el resultado. Y eso cuenta en El pueblo de la montaña.
Se encontró con una sociedad sin rituales, sin afectos, sin pasiones, una sociedad en la que no tenía sentido la idea de compartir nada, donde el interés individual estaba por encima de cualquier otra cosa, porque todo era irrelevante. Y se suponía que cada quien se buscaría la vida, y trataría de quedarse con todo lo que pudiera, a expensas de los demás si hacía falta. Había hambre entre los Ik, pero sobre todo la padecían los viejos, que no podían defenderse ni buscar comida por su cuenta, de modo que se quedaban encerrados en sus casas, hasta morirse.
La máxima fundamental era que cada quien hiciera lo que quisiese, sabiendo que los demás se comportarían igual. La cooperación, cuando se daba, era solo un recurso contingente, transitorio, frágil y poco confiable, para favorecer puntualmente el interés individual. Es decir, no había nada que estorbase la lógica utilitaria más descarnada, no había deformidades irracionales como la confianza o el afecto, la lealtad.
Pueblo Ik en el norte de Uganda (2005).
En lengua Ik, el 'bien' es definido en términos de comida, 'bondad' significa comida, o posesión de comida, y un 'hombre bueno', que sirve como modelo, es un hombre con el estómago lleno.
En un mundo así la familia es obviamente un estorbo. El grupo ideal está formado por un hombre y una mujer, sin hijos ni parientes mayores, porque son otros tantos apéndices inútiles, un lastre. Piden comida, piden atención. Turnbull pone de ejemplo, uno entre muchos, el caso de Adupa, una niña algo retrasada, que no entendía cómo funcionaban las cosas, que se quedaba sin comer porque los otros niños le arrebataban lo que encontraba, y que insistía en volver a la choza de sus padres, llorando, para estar con ellos; según cuenta Turnbull, finalmente la dejaron entrar, amarraron la puerta, y se fueron. Y Adupa se quedó allí, esperando a que volvieran, esperando a que le llevaran comida, hasta que murió de hambre. Dice Turnbull que sin llorar, sin quejarse. Diez días después sus padres ni siquiera tuvieron que ocuparse de enterrarla, porque el cadáver estaba ya medio descompuesto, y nadie iba a distinguirlo entre la basura.
Y no tenía importancia.
Al cabo de cien páginas de lectura uno ya no se asombra de Atum, que vende las medicinas que le dan para su esposa enferma, del hijo de Lomeraniang, que lo expulsa de su choza para venderla. Ni siquiera de la historia espantosa de Lokol, aunque sea demasiado triste para repetirla.
Tampoco resulta sorprendente saber que lo que encuentran divertido los Ik, lo que les mueve a risa, es ver cómo alguien se tropieza y se cae, ver a un ciego darse de bruces, a un bebé llegar gateando hasta una hoguera y quemarse… Tampoco es importante. Nadie se toma el trabajo de poner a otro una zancadilla solo para reírse.
No había entre los Ik, dice Turnbull, ningún signo de vida social, ni rastro de vida familiar, ni de afecto, no había rituales ni ceremonias, ningún sentido de responsabilidad moral hacia los demás. Sin familia, sin amistad, sin esperanza, sin amor, a los Ik no les quedaba más que la elección de vivir o morir, cada uno por su cuenta. E incluso esa decisión era trivial. Las circunstancias, dice, habían creado en el Monte Murongole un sistema que había erradicado todo lo que conocemos como 'humanidad', y había convertido al mundo en un vacío helado, de egoísmo perfecto, en que los Ik habían aprendido a sobrevivir, a pesar de ellos mismos.
Colin Turnbull murió en 1994. No llegó a ver el apogeo de este sedicente liberalismo, que ha elevado el modo de vida de los Ik a la categoría de modelo universal, compendio de la naturaleza humana. Pura biología, libre de ese arcaísmo que llamamos cultura, sin ninguna de las mediaciones que hacen significativas -es decir: apasionantes, onerosas, trágicas, irracionales- las relaciones humanas. Seguramente habría deplorado de nuestra sociedad, como deploraba de los Ik, que hayamos terminado viviendo sin verdadera vida, sin pasión, más allá de la humanidad.
Fernando Escalante Gonzalbo
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