viernes, 20 de abril de 2018

¿El triunfo de Sendero?

Por César Hildebrandt


El Colegiado A de la Sala Penal Nacional: decisión cuestionada.

Desprecio lo que hizo Osmán Morote. Odio lo que mandó a hacer. Censuro sus procederes, sus metas, sus coartadas, sus manos ensangrentadas, su festejo sombrío.

          Pero resulta que el señor Morote cumplió su condena de 25 años de carcelería hace cinco años. Ha estado cinco años preso por otros procesos, abiertos precisamente para impedir que saliera de la cárcel.

          El señor Morote –mi enemigo personal, alguna vez fui clasificado entre los "plumíferos burgueses" dignos de ser eliminados según El Diario– ha cumplido entonces 30 años de reclusión, cinco de los cuales, los supernumerarios, se han contado a partir de sucesivas "prisiones preventivas".

          Cuando todos los plazos se cumplieron, cuando era imposible fallar otra cosa, una modesta sala de la judicatura ha decidido, no la libertad de Morote, sino el arresto domiciliario del siniestro personaje.

          Y es en ese momento en que las máscaras se caen. Periodistas energúmenos salen a decir que cómo es posible que los terroristas salgan libres y abren los micros alentando a que el pueblo se sume al linchamiento de los jueces que no han hecho otra cosa que cumplir con su deber.

          La condena a cadena perpetua de Osmán Morote no fue revisada por el capricho indulgente de algún gobierno democrático electo tras la década podrida de Alberto Fujimori. Fue revisada por una orden directa del sistema jurídico interamericano. Y la nueva condena se produjo en un juicio impecable que nadie pudo cuestionar. No se trata, como ha dicho la ex primera dama de la dictadura, de que Paniagua o Toledo tengan culpa alguna. Hasta el gánster de su padre fingió alguna vez obedecer los cánones internacionales con tal de no salirse del sistema. Ser un paria continental era algo que ni siquiera Fujimori se podía permitir.

          Soy uno de los que se enfrentó a Sendero. En las revistas que fundé, en los periódicos donde colaboré, en los programas de TV que pude hacer no perdí oportunidad en sostener que Abimael Guzmán era el Pol Pot andino, que su marxismo mutante quería para el Perú una dictadura apocalíptica, que los crímenes de su organización no tenían como atenuantes ni siquiera la injusticia y la desigualdad. Guzmán fue siempre, desde mi perspectiva, un canalla que encontró el pretexto de la revolución para calmar sus iras y su resentimiento. Y fue, además, un mediocre profesor que no entendió nada de Kant ni de Hegel y ni siquiera de Mao Tse Tung.

          Pero peleamos con Sendero para no parecernos a sus líderes, para no ser como ellos. Peleamos para demostrarles que el salvajismo es propio de las hordas y no de la lucha por el cambio. Y la izquierda partidaria, de la que jamás formé parte, dejó muchas víctimas en el campo en su enfrentamiento con el senderismo asesino.

          Yo había almorzado con Bárbara D'Achille unas semanas antes de que Sendero la matara a pedradas en un paraje de Huancavelica el año de 1989. Esta italiana de origen letón me habló con entusiasmo del proyecto de la Corporación de Desarrollo de Huancavelica para conservar camélidos, algo que la Cooperación Alemana había empezado a hacer años antes en Pampa Galeras. Mi odio por Sendero conoció así su cima. Me prometí que jamás los perdonaría y no los he perdonado. Tengo una memoria sin treguas que sostiene ese abismo.

          Pero precisamente por eso es que pensé siempre que la democracia era algo cualitativamente superior a la propuesta marxista-camboyana de Sendero. Y jamás creí que el secuestro que hacía el senderismo de la figura de José Carlos Mariátegui, un gramsciano evidente, merecía tomarse en serio.

          Ahora que leo y escucho lo que dice la intolerancia, lo que gimotea la ignorancia, lo que grita el tumulto supuestamente vengador me pregunto quién ganó la guerra interna que padecimos. ¿La ganamos los que siempre creímos que la democracia auspiciaba valores que estaban por encima de las pasiones y las fierezas de la tribu? ¿O la ganaron los senderistas, que contribuyeron tan grandemente a crear esta sociedad enferma que cree que las leyes están hechas para no cumplirse? ¿O es que la guerra, al final, la ganó también el fujimorismo, que es la versión uniformada del orden bajo el imperio del crimen?

          No sé cuál sea la respuesta. Lo que sé es que estos días me he sentido más distante que nunca de la prensa imbécil, de las vociferaciones, de los opinólogos oportunistas, de las señoras que creen que la civilización consiste en abolir las normas y pintar bisontes en alguna caverna.

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