domingo, 11 de febrero de 2018

Los entrañables carnavales

Recordando los juegos de carnaval que se celebraban hasta mediados del siglo pasado, hay quienes añoran su retorno, pero solo respecto a las formas que adquiría la celebración 'en familia', sin los desmanes callejeros que condujeron a su prohibición.

               Es que resultaba hasta cierto punto una especie de reencuentro familiar y amical, en el cual todo el mundo bailaba con su pañuelo y se portaba 'con algo' para los tres días de encierro y desenfrenos.

               El sábado, víspera del inicio de los carnavales, los hombres se encargaban de ir al mercado en busca de embutidos para bocaditos; pescado para el cebiche o el escabeche, mondongo para el cau-cáu; pato para el aguadito madrugador; verduras, especias y, por supuesto, vino y pisco para los brindis de rigor.

               Las mujeres de la casa, con ayuda de los criados, juntaban agua, preparaban las comidas, los bocaditos y los cocteles; protegían los muebles con sábanas y frazadas, y tenían lista toda la parafernalia de carnaval (talco, harina, pintura, pica pica, etc.)

               En cada casa no faltaba un piano o una guitarra, mucho menos un cajón, o en defecto de éste, el cajón del velador o de la cómoda o ropero más cercanos. Y de ahí brotaban valses y mazurcas, tonderos y marineras, entonados por expertos y espontáneos.

               Célebres eran las celebraciones que tenían por escenario solares y casas huertas del Centro de Lima, Barrios Altos y Abajo el Puente, de un lado; y callejones y quintas de Azcona, La Victoria y Chorrillos, del otro.

               Las reuniones empezaban con el desayuno dominical, y se prolongaba hasta las primeras horas de la madrugada del día siguiente, cuando el agotado esqueleto decía ¡basta!

               Se reponía fuerzas, continuaba el lunes y culminaba el martes en la noche o la madrugada del miércoles, para levantarse temprano e ir a misa para la imposición de la ceniza (que este año se recuerda el 14 de febrero).

               Las familias de la buena sociedad no se mezclaban con el populacho, lo cual no significaba que dejaran de divertirse en esos días. Para tal fin, se juntaban varias familias en casa de una de ellas, y ahí se almorzaba, cenaba y dormía; se echaban agua y pintaban; se bañaban y secaban; y se jaraneaban y embriagaban de lo lindo.

               Las jóvenes, tan reservadas durante el año, vestían las prendas más ligeras del ropero: camisa y bata transparentes, so pretexto de la canícula. Cuando el juego arreciaba y se convertía en lucha cuerpo a cuerpo, tratando de atrapar al adversario para meterlo a una tina, habría que ver las ardientes manoseadas que se producían cuando una de las jóvenes se encontraba en un rincón sin salida ni escapatoria.

               Después de tantas batallas, y agotados los combatientes, la casa quedaba hecho un asco por sus cuatro costados: muebles chorreando agua; pisos -la mayoría de tierra apisonada o cemento recubierto con capas de ocre rojo, pocos de baldosas o losetas- con capas de pintura, harina y pica pica mezclados; paredes, puertas y ventanas, ídem; charcos por todos lados, y el ropero en condiciones lamentables.

               Quizás por esto último, los deseos de revivir el pasado no sean tantos. Lo mejor quizás sea dejar las cosas del pasado en el pasado, y aprender de él para no volver a cometer los mismos desatinos. ¿Sí o sí?

 

Publicado en el diario oficial El Peruano el domingo 11.02.18

 


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