sábado, 9 de junio de 2018

Noche del periodismo

Por César Hildebrandt 


 Cuando empecé este oficio la meritocracia era un asunto serio. Había que terquear mucho, leer todo lo que se pudiera, venir del lenguaje, tener ideas, interesarse por el mundo. Había que estar atento y ser audaz pero escrupuloso en el respeto por la verdad. Porque, aunque ahora parezca mentira, la verdad existía. No era, por supuesto, una verdad canónica sino una versión lo más próxima posible a la realidad. Uno no podía decir que un gran mitin había sido ralo o que una intervención parlamentaria escasa de cerebro había sido brillante. No había director que propusiera eso. Ni periodista en serio que lo aceptase. 

     También era necesario saber algunas cosas y haber leído las novelas que uno tendría que haber leído antes de morir. De modo que en lo que escribíamos, inevitablemente, había trazos de nuestras lecturas, pelusas de Hemingway, briznas de Cortázar, ventanucos de Dos Passos, cadencias de Vargas Llosa, realismo eslavo de Solzhenitsyn. Y había en nuestra memoria un poco de Truffaut, un toque de De Sica, siempre un ramalazo de Polanski. Éramos un cajón de sastre de nuestra propia memoria. Éramos, como había dicho Seoane alguna vez, especialistas en generalidades. Y la palabra humanismo no nos asustaba y los museos no nos eran ajenos y habíamos caído en Ginsberg tanto como en Huidobro, en Vallejo tanto como en Pound, en Neruda tanto como en Romualdo (pero no en Eguren ni en Palma, que me perdone Dios). Y optábamos entre Sartre o Camus, entre Haya y Mariátegui, entre Alegría y Arguedas, entre Mozart y Beethoven (eso fue antes de descubrir a Marais y la música francesa del siglo XVII). No nos avergonzaba viajar por los libros, soñar en el cine, mirar asombrados un cuadro de Goya la primera vez que fuimos al Prado. El periodismo y la cultura no eran enemigos. Eran patas, adúes, compinches. Y de esa barraganía entre periodismo y cultura salían algunas de las cosas que escribíamos.

     Había que trabajar el lenguaje, castigar el aventado borrador que nos salía por primera vez. Y dejarse llevar por el instinto pero cuidando las palabras: su efecto, su tesitura, su eco, su espesor. Componíamos, modestamente, lo que escribíamos y siempre tratamos "de estar al día" con las nuevas modas, los nuevos escritores, las nuevas vainas que venían de Nueva York o París. Por eso no le corrimos a Sontag ni a Barthes, aunque este andaba disfrazado de enigma.

     Y aunque vivíamos de que nos entendieran y de escribir 'en fácil' nos divertíamos como locos con las locuras de Joyce, la imaginación de Thomas ('Bajo el bosque de leche', qué libro inolvidable), las pesadumbres teatrales de Beckett. Cuando llegó el Gabo tuvimos que redescubrir el mundo, refundarnos. Gabo fue lo más parecido a Dios que conocimos. Después vendrían los que lo negaron. También los leímos. No le llegaban ni a los calcetines.

     Y por supuesto que teníamos parejas y nos envinábamos de vez en cuando y seguíamos a veces a Veguita en sus buceos por la oscuridad.

     Pero nunca dejamos de pensar que el periodismo era un asunto que requería de independencia de criterio y de un sentido animal de la decencia. Me botaron de tantas partes por no ceder que ya ni recuerdo. Y jamás me sentí un héroe sino un fiel siervo del oficio, un funcionario del periodismo entendido como misión pública.

     Hoy, viendo lo que veo, escuchando lo que escucho, leyendo lo que leo y deduciendo lo que puedo deducir respecto de tanto busto parlante y de tanto prosista peleado con el idioma, hoy, digo, no habría elegido el periodismo. En líneas generales, y con las excepciones que confirman la regla, se ha vuelto un triste oficio. Lo rige una madame, lo administra un cajero, lo inspira un grafiti cercano de una acequia.


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