Por César Augusto Dávila
Convertido así en una suerte de payaso sombrío, Don Pedro, falso emperador y despreciado músico, siguió trotando las calles, bebiendo de gorra el 'Chilcano de las Doce' y acariciando acaso su delirio envejecido.
Al anochecer, anclaba en el cálido refugio del único cuartucho que se salvó de la 'rematina' azuzada por quienes lo desbarrancaron al desbarre.
Allí en ese lugar que perdonó el misterio, lo esperaba la fiel tiple, antigua alumna y fiel amante, que supo rehuir con inteligencia el acoso de la prensa y jamás -ni por asomo- soñó en abandonar a este sinfónico que alucinó el poder.
El 'Apu Cápac' abordaba entonces el amarillento teclado de su viejo media cola y atacaba solemne los acordes del Manchaypuito, extraña historia andina que relataba el amor desventurado. La desdicha de un hombre que persiguió a su amada, hasta más allá de los linderos de la tumba, para una tétrica noche de profanación enloquecida, escarbar la húmeda tierra funeraria y extraer un hueso de lo que había amado, para fabricar con él una infame y melancólica flauta que hacía sonar como quien reta a la muerte. El bajo sollozante de esta quena maldita, se amparaba en un pequeño calabazo y sus sones de doliente añoranza desparramaban sueños invitando pesadillas por toda la comarca.
En realidad, la tenebrosa leyenda había nacido en los albores de la Colonia, hasta que cierto virrey, cuyo nombre no recuerdo, publicó un bando amenazando con prisión y muerte, a quien quiera se atreviese a mancillar la quietud de la noche con la fantasmal queja de este diabólico flautín hechizo.
Esta historia me la contó el único sincero amigo de Pedro Cordero y Velarde, el jubilado apagafuegos Antarte Giaccomotti, tenaz animador de 'La Hora del Bombero', anclado hasta morir en un ruinoso zaguán rimense, donde durmieron para nunca, el 'saxoforte', el 'lindoneón', y el 'trinopiolín', que solo cantaban al impulso de Apu Cápac, su incomprendido inventor.
Según este hombre triste que la locura se llevó, las ninfas, ondinas, y otras musas, inspiraban su música y él solo les prestaba "el puente de las armonías".
Cierta noche, oscura como sus sueños sin fondo, como sus vislumbres de fanfarria, lo visitó la muerte -según contaba mi extrañado padrino Niko Cisneros- y al amanecer, el recién nacido Expreso publicó "en primera", la foto de una desvencijada sombrerera que lucía las prendas de cabeza de este marginal musicante. La leyenda se pretendía pintoresca: "Los sombreros de un hombre iluso".
El cadáver marchó a la morgue a hombros de cuatro espontáneos, sin solemnidad alguna, y como nadie lo reclamara, finalmente naufragó en la fosa común de todos los olvidos.
Perdón por mis tristezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario