Reportear a alguien a quien nunca conoció
Por César Augusto Dávila
Gabo frente a su máquina de escribir.
Los pacatos patidifusos de la crítica, se horrorizan pelafustanes porque algunos baqueanos del oficio deban -urgidos por horarios de cierre- apelar a recursos vedados por la ética presentando 'entrevistas' que nunca fueron, si bien lo hacen auxiliados por el recurso de la documentación minuciosa y la rebusca de situaciones y personajes . A tal punto, que jamás fueron pillados en falta y mucho menos en agravio mentiroso.
Una de las primeras exigencias formuladas a reporteros novatos es la documentación profunda en la vida, hechos y frases del presunto entrevistado. Y esto, que es in extremis exigible cuando se da el hecho, resulta no aconsejable pero comprensible si, cuando un famoso, quizá afamado, huidizo o un conjunto de circunstancias adversas, bloquean la entrevista, mientras las ávidas e implacables rotativas rugen hambrientas a la temible hora de cierre.
Algunos periodistas rejugados en veteranía, o temeraria audacia, hemos debido inventar el reportaje, si bien no lo recomendamos a nadie… es decir, a alguien que carezca del aval documentario y la audacia torera exigible para correr tamaño riesgo.
Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, y básicamente periodista de hueso colorado, ha reconocido en su 'Vivir para contarla', haber inventado más de un 'reportaje' y, además, que los dos mejores que le hicieron a él mismo, ya en sus horas de triunfo y fortuna, fueron imaginados de pe a pa, por dos jóvenes periodistas, a los que se apersonó a felicitar precisando: "Ni yo mismo me hubiera retratado con tan tremenda justeza".
Al final de su carrera y de su vida, el genial 'Gabo' fue urgido por las editoriales que le dieron la mano cuando era un ilustre desconocido, a realizar lo que cualquier experimentado periodista, hubiera considerado poco menos que una misión imposible.
Se trataba de plasmar una intensa biografía de Simón Bolívar, consignando sus hábitos, dudas, amores, su proclamada voraz lujuria y su tuberculosis terminal, sin omitir siquiera los diálogos con Sucre, sus vacilaciones políticas y su 'romance del acabose' con Manuelita Sáenz.
- Me pedían todo eso -aclaró García Márquez- como si yo hubiera conocido a El Libertador, o si tomara por buenas las supuestas confidencias de tantos historiadores o aficionados a eso mismo.
- Y entonces, ¿cómo hizo para hilvanar 'El general en su laberinto'? -preguntó un periodista principiante.
- Nada. Decidí convertirme en Bolivar- respondió Gabo.
Así lo hizo, descubriendo que el general usaba anteojos, "porque después de los cuarenta, todos los usamos"… y también que asistía a los banquetes llevando su propia vajilla y sus útiles de comer, los cuales retiraba al término del agasajo, a fin de enterrarlos lejos… "para que nadie tenga nada que decir".
Así, también citó su insaciable sed amatoria y los últimos intentos de alcoba con su amada amante, con la cual, se acostaban vestidos, "en un intento final de consumar un amor repetido, al que ya su cuerpo se rehusaba".
En mi condición de experimentado periodista y profesor universitario, me niego a aconsejar a mis alumnos el invento de algo o de alguien que no conocen y mucho menos de hechos ajenos a la verdad. Simplemente, los invito a beber de la maestría del genial Gabo, para -en el momento en que el periodismo los acerque a la literatura- la tengan presente como punto de referencia, si acaso intentan forjarse un estilo, empeño asaz difícil, como bien sabe quien esto escribe. El ejercicio les ayudará mucho.
Tanto el periodismo como 'el arte de escribir' suponen un estilo de vivir, que supera la escenografía de diplomas y licenciaturas, si bien no la excluye necesariamente.
Así llegamos al punto en el cual, después de tremendo alarde periodístico, de ese acucioso despliegue de inventiva cierta y documentada, que supone el reportaje novelado. En 'El general en su laberinto', García Márquez, llega al momento en que Bolívar, desahuciado del amor y de la vida, se prepara insomne, para su última ineludible cita con 'La dama de los adioses'. Y lo relata así:
"- Carajo – suspiró-. ¡Cómo voy a salir de este laberinto!
Examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces, cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos, cantando la Salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse".
Si algún joven estudiante se emociona con esta pintura de la agonía del héroe, es muy probable que, andando el tiempo, se anime de verdad a ser periodista. Y no será de los inventados.
Que me pregunte a mí.
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