En sus mezquitas de reflejos azules y bulliciosos mercados la ciudad uzbeka exhibe la relevancia que ostentó como etapa en la Ruta de la Seda y antigua capital del imperio de Tamerlán.
Plaza del Registán y sus tres imponentes y sobrecogedoras madrasas (escuelas). El conjunto tomó su aspecto actual en el siglo XVI, aunque la primera piedra la puso Ulug Beg, quien ordenó erigir la primera y homónima madrasa en 1417, así como caravasares, khanagas (alojamientos para derviches), una mezquita y un hamam. Un siglo después, el gobernador Yalangtush, reemplazó esos edificios secundarios por dos madrasas: Sher Dor (1636), casi simétrica a la de Ulug Beg y decorada con dos tigres; y Tillya Kari (1660), la única sin minaretes pero con una mezquita en su interior que, siglos después, pasó a ser un referente de la ciudad.
Con la disposición actual cuesta imaginar que en otra época aquí estuviera el bazar por el que pasaban las caravanas venidas de los confines del planeta. La Ruta de la Seda, activa entre los siglos II a. C. y XVI d. C., tenía en Samarcanda una de sus principales paradas. Equidistante entre China y el Mediterráneo, la ciudad era un refugio para los caravaneros antes de encarar los inmensos desiertos o las inexpugnables montañas. Trajinaban mercancías, pero circulaban también religiones, inventos, tradiciones… El comercio concedió prosperidad al enclave y forjó su carácter cosmopolita.
Desde lo alto de los minaretes del Registán se divisan las tres cúpulas turquesas de la mezquita Bibi Khanum, que en su día fue uno de los edificios más bellos del mundo islámico. Resistiendo precariamente los envites de los terremotos, las descomunales dimensiones de la mezquita impresionan, tal y como ideó Tamerlán: "Si dudan de nuestro poder, que miren nuestros edificios."
Estatua de Tamerlán
Por eso, tras convertir esta ciudad en capital de su imperio en 1370 decidió recuperar su esplendor, perdido al ser arrasada por Gengis Khan en 1220. Durante 35 años trabajaron en ella los mejores arquitectos, artesanos, intelectuales. La ciudad floreció en los ámbitos artístico, económico y comercial. Nunca antes, ni después, fue tan bella e importante.
Alrededor del Registán se extienden, discretas, las mahallas, barrios residenciales populares. En sus sinuosas calles los niños tayikos –etnia mayoritaria en la ciudad– corren despreocupados; los ancianos juegan al ajedrez en las pequeñas mezquitas; los trinos de las codornices se oyen en los patios de las casas. Se respira una serenidad rural que contrasta con la animación de las calles principales. Y, sobre todo, del bazar.
Entrando al mercado por alguna de sus puertas sorprende la limpieza y el orden: aquí los puestos de verduras; allá el menaje; acullá los peculiares kurut (bolitas de queso) junto a la miel, frutos secos y especias. Al salir se puede comprar el denso y sabroso pan que acompaña cada comida y que venden hombres ataviados con la ubicua tubeteika (bonete negro y blanco) o mujeres con el entrecejo bien pintado y fundas de oro adornando sus dentaduras.
Fuente: National Geographic
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