domingo, 13 de agosto de 2017

Una Lima que no se va

A diario solemos quejarnos por el caos existente en las calles de nuestra ciudad capital, y otras tantas veces no dejamos de expresar, como lo hicieran nuestros abuelos, que en el pasado todo fue mejor. Revisando las crónicas que nos hablan del pasado de nuestra tres veces coronada villa, comprobamos que nuestros antepasados decían lo mismo que hogaño decimos nosotros.

Los historiadores coinciden en señalar lo que ocurría en Lima, dos siglos después de su fundación: "Sus calles -a despecho de su bella alineación- ofrecían algunos inconvenientes, de los cuales los principales eran: el polvo, las molestias de la circulación, el ruido y los mendigos."

Vaya si eran simples 'inconvenientes'. Por entonces, media ciudad andaba en coche, ora lujosas carrozas, ora calesas de dos ruedas, haladas por una mula, y con capacidad para cuatro pasajeros, aparte del cochero. Se calcula que entonces circulaban más de diez mil coches. Cantidad bastante exagerada para una ciudad con apenas 149,112 habitantes, según el censo de 1795.

A ellos se sumaba el tráfico constante de recuas cargadas de mercancías, que dejaban las calles llenas de estiércol que el sol y el viento secaban y transformaban en un polvo desagradable.

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Agregábase a ese intenso tránsito las recuas de mulas cargadas de alfalfa, y arreadas con el latigazo de los arrieros; y los aguateros encaramados en borriquillos, agitando una campanilla y manteniéndose en equilibrio sobre la albarda que sujetaba dos barriles de agua dulce, también en mutuo equilibrio.

No faltaban los rebaños de vacas dirigiéndose a la lechería; el panadero abriéndose paso con dificultad sobre su cabalgadura, en cuyos costados cargaba dos capachos llenos de pan, los cuales golpeaba al llegar a la puerta de su cliente; y la lechera, montada a caballo con las piernas cruzadas, venida del campo y ofreciendo a gritos su mercadería depositada en dos recipientes de latón, haciéndole coro el hijo colgado a sus espaldas, sujeto con una manta.

Gritos iban y venían desde que el sol anunciaba un nuevo día, hora en que las alcantarillas que atravesaban las calles -y que se cruzaban sobre tablones de madera- se llenaban con los desperdicios (humanos y de los otros) que vecinas madrugadoras arrojaban sobre aquellas, vaciando sus bacines y sus cajas de cartón, provocando más de un desborde espantosamente pestilente.

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Como hoy, se encontraban ambulantes hasta en la sopa anunciando sus productos de distintos modos y con diferentes pregones. Por aquí el grito prolongado y monótono del vendedor de pasteles; por allá, el desaforado del bizcochero, con su cesto de pasteles en la cabeza; y por acullá, el grito ronco de la vendedora de tisanas, el agudo del vendedor de loterías y el engatusador de los vendedores de aceite de culebra, de yerbas curalotodo y de raíces para blanquear los dientes.

También robaban espacio los vendedores de flores gritando: "¡jazmines! ¡jazmines!", a voz en cuello; y los mendigos, elegantes todos ellos, acostumbrados desde niños a la vida indolente y perezosa, rechazando con altivez propinas menores a cinco maravedíes, propia de los tacaños, pues lo mínimo era veinte monedas, si quería que se las aceptasen.

Definitivamente, si alguien amaba el silencio tenía que irse a vivir lejos de Lima. Nuestra ciudad jardín representaba el mundanal ruido del que se quejaba fray Luis de León su Oda a la Vida Retirada.

Además, el pavimento -baches aparte- dejaba mucho que desear: las calzadas estaban erizadas de guijarros puntiagudos que cortaban como vidrios de botella, y las amplias aceras, cubiertas de baldosas flojas que cedían al paso.

De noche, la ciudad se sumía en la oscuridad, apenas iluminada por lámparas de aceite; salvo las noches de luna cuyo brillo -a cielo limpio- permitía ver como en pleno día. Las principales calles y plazas, bien iluminadas, y las tiendas abiertas hasta medianoche, se llenaban de multitudes y jovencitas, del bracete, paseando bajo los portales, mirando y sonriendo a los jóvenes; de gente cenando fuera de casa; y de sujetos boquiabiertos mirando el desfile de las calesas con elegantes damiselas; todo lo cual hacía imposible circular por Espaderos, Mercaderes o Baquíjano.

El espacio queda corto para preguntar si, después de lo leído, todavía os quejáis de lo que ocurre con nuestra vieja y antañona Lima. ¿Seguís pensando que 'todo tiempo pasado fue mejor'?

En todo caso Lima no tiene la culpa. La tienen sus habitantes y sus autoridades. A ellos, y parafreaseando a Juana Inés de la Cruz, podríamos decir: "Queredla tal cual la hacéis, o hacedla cual la queréis".

Publicado en el diario oficial El Peruano el 13.8.17

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