Entre las propuestas de política económica actuales los planes de cada gobierno suelen incluir medidas promocionales de carácter tributario para aliviar la situación de las empresas con problemas económicos.
Esto nos hace recordar algunas crónicas del pasado que reviven los anónimos que se lanzaban en el siglo XVIII contra la política tributaria del gobierno español y que dio origen a la revuelta popular de mediados de enero de 1780.
Lo que ocurría en estas tierras hace dos siglos, al menos, tuvieron la virtud de incentivar las ansias de emancipación y culminaron con la declaratoria de la independencia nacional. Pero, empecemos por el principio.
La política tributaria del siglo XVIII estaba inspirada en la necesidad de cubrir los enormes gastos que demandaba la militarización del extenso virreinato del Perú y las cargas de la administración pública, y al mismo tiempo, satisfacer las cada vez más crecientes demandas del rey de España.
Cada virrey adoptaba medidas tributarias y se preocupaba de seguir la pista a los malos contribuyentes y obligarlos a pagar; caso del virrey Amat, considerado uno de los mejores administradores de la colonia.
Entre los más perjudicados se encontraban los indios. En los lugares donde se concentraban las contribuciones eran cobradas a la colectividad toda, sin excepciones.
Un estado de cuentas preparado por los servicios contables del virreinato en 1772 estableció un censo por provincias, distritos y categorías del número de indios deudores de impuestos y la suma que de ellos se obtenía. Allí se dice que en las 77 provincias de los ocho 'departamentos' del Perú (Lima, Chuquisaca, Misque, La Paz, Cusco, Arequipa, Huamanga y Trujillo) había 2,298 recaudadores de impuestos; que la cantidad de indios era dos veces mayor en el Cusco que en Lima y que el padre, la madre y el hijo eran gravados según la misma regla.
Los indios: los más perjudicados por los tributos.
Así, de una población de 761,696 indios, incluidos 181,869 indios niños de todas las edades, nadie escapaba a la renta colonial, ni siquiera los indios reservados, que eran los más miserables de todos. De ellos, el Tesoro obtenía anualmente 1'154,790 pesos.
Paralelamente, el mismísimo rey solía enviar 'visitadores' con amplios poderes para inspeccionar la recaudación de impuestos y dictar medidas para aumentar los ingresos fiscales. Tal ocurrió en 1777, el funesto 'año de los tres siete', con el visitador José de Areche, cuya verdadera misión fue la de aumentar al máximo las contribuciones.
La presión tributaria no hacía distingo entre los indios.
Areche fijó en un millón de pesos las contribuciones de los indios; creó la asamblea de los diezmos y los estancos de tabaco, cuyas ventas permitieron sustanciales ingresos, y aplastó con impuestos y aranceles a comerciantes y mineros de todo el país.
Fue tanta la presión tributaria que provocó una serie de rebeliones en Huaraz, Lamayeque (sic), Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares, donde los corregidores, alcaldes y funcionarios no sabían cómo contener al pueblo indignado.
Para suerte del entonces virrey Manuel Guirior, se descubrió a tiempo una vasta conspiración en el Cusco, encabezada por don Lorenzo Farfán y un cacique indio, quienes fueron arrestados y condenados a prisión de por vida.
Lo mismo ocurrió en Arequipa, cuya población fue motivada por los 'pasquinazos' y donde la rebelión fue calmada con varios muertos en las calles, seis ahorcados en la Plaza Mayor y decenas de detenidos. Tal como lo leen.
De ahí que una medida para reducir impuestos que disponga el Gobierno era poco menos que impensable en esos años. Quien lo hubiera dispuesto, de la horca no bajaba.
De la que nos libramos, válganos Dios.
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