Corazón de niño
Estaba solo, sentado a la primera mesa del chifa-restaurante ubicado en la primera cuadra del jirón Callao, esperando que pasara por el lugar algún colega o conocido de retorno a la oficina del diario La República o camino a la Plaza Mayor, para invitarlo a acompañarme a almorzar, reacio como soy a hacerlo sin la compañía de alguien con quien conversar.
El hambre no me hizo esperar más. Pedí un lomo saltado, que en ese lugar lo sirven acompañado con arroz sin sal, y una gaseosa helada. Detrás del mostrador, a mi izquierda, sonreía, con su permanente sonrisa, la vieja taiwanesa, de cara gorda, dueña del lugar, a quien solía saludar diciéndole "mamita" mientras le acariciaba sus arrugadas manos, gesto que ella recibía sin dejar de sonreír.
Había ingerido algunos bocados, cuando ingresó un niño, con su uniforme escolar blanco y plomo, y se dirigió a mi mesa para pedirme limosna. Se la negué. Siguió su camino hacia las otras mesas, ubicadas unas detrás de otras, hasta que se topó con la cocina.
El menor no tuvo suerte. Nadie metió la mano a su bolsillo para ayudarlo. Retornaba, cabizbajo, hacia la puerta de salida, cuando decidí llamarlo:
- ¿Has almorzado? -le pregunté.
- No, señor -fue su respuesta.
- Siéntate; acompáñame a almorzar -lo invité.
Tendría unos 9 años. Dijo llamarse Pedro. Le serví un poco de mi gaseosa, y pedí otro lomo saltado para él. Conversamos mientras almorzábamos. Así, pude enterarme que vivía a media cuadra antes de la avenida Tacna, en compañía de su hermana, un año menor que él; y de su padre, un carpintero desocupado y alcohólico, que consumía en botellas de licor lo poco que ganaba haciendo trabajos eventuales.
Pedro estudiaba en un colegio cercano y solía almorzar, gratis, cuando llegaba a tiempo, en el comedor de la parroquia de Monserrat -esa gran obra, una de tantas, del padre Juan Serpa, tempranamente desaparecido-. El día de nuestro encuentro se le había hecho tarde, y tuvo que salir a pedir limosna.
Yo terminé de almorzar primero y me puse a observar cómo comía mi ocasional acompañante. Observé que escogía solo las cebollas, los tomates y un poco de arroz, y dejaba de lado las carnes y las papas fritas.
- ¿Por qué separas la comida… acaso no te gustan las carne? -me atreví a preguntarle.
La respuesta no se hizo esperar:
- Sí, me gusta, pero la estoy guardando para llevársela a mi hermana, que está sola en mi casa -dijo con voz pausada, serena.
Se me hizo un nudo en la garganta. Consulté con mis bolsillos: no alcanzaba para hacer lo que pensaba. Pero ni modo, me arriesgué:
- Cómetelo todo. A tu hermana le vas a llevar otro plato -le dije, mientras palmeaba llamando al mozo:
- Tráeme otro lomo saltado, bien servido, y envuélvelo para llevar –le pedí.
- Gracias, señor -dijo Pedro, mirándome con una expresión de sincero agradecimiento y esbozando apenas una ligera sonrisa.
La taiwanesa, desde su puesto de observación detrás del mostrador, seguía sonriendo: pese a su mal castellano, había comprendido todo. Y no puso reparos cuando le dije que le iba a deber el nuevo pedido, y que lo apuntara en su cuaderno de clientes deudores. No me puso ningún reparo.
Salí junto con Pedro. Nos despedimos en la esquina de Callao y Camaná. Y mientras se iba caminando rumbo a la avenida Tacna, me quedé observándolo hasta que se perdió de mi vista entre peatones, ambulantes y automóviles.
No sé por qué, en esos momentos pensé en los niños 'pirañitas' que a esa misma hora trataban de ser reeducados en la 'Casa de los Petizos', que los alberga, y donde se hacen esfuerzos para que no vuelvan a hacer de las suyas por las calles de la ciudad.
Por ese mismo lugar tenía que pasar Pedro, camino a su casa, con el paquete de comida para su hermana.
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