domingo, 29 de octubre de 2017

Cosas de la vida real I

¿Solo sucede en nuestro país?

            La inesperada presencia del mocoso, con su cara sucia y su ropa descolorida, interrumpió el diálogo que sostenía con un amigo en un restaurante de la sexta cuadra de la avenida Nicolás de Piérola, al cual ingresamos a cenar cerca de la medianoche, después de salir del trabajo.

               El menor estiró su terrosa mano derecha y me pidió una propina, "por amor de Dios". Le pregunté para qué quería dinero. "Para comer", respondió sin dejar de mirarme, con esa vivacidad propia de quien ya tiene cierta experiencia en la vida.

               El mozo del restaurante se acercó con la intención de desalojar al menor para que no molestara a los parroquianos. Le corté sus intenciones, diciéndole que el niño era mi invitado a comer. Le pedí un plato de arroz chaufa y le expliqué que lo sirviera como para mí. Cuando el mozo se dirigió a la cocina, el menor aumentó su pedido:

               - Señor, ¿podría invitar a mi hermanita que está allá, afuera?

               - Claro, llámala -asentí.  

               Al rato, retornó acompañado de una niña, despeinada, cubierta con un vestido de una sola pieza, raída y de color indefinido; de no más de 7 años, bien (¿o mal?) vividos, quizás uno menos que su hermano. Los senté en una mesa vecina, pedí otro plato limpio, dividí el chaufa en dos porciones, se los serví y ordené una gaseosa para cada uno.

"Yo no les doy plata; prefiero invitarles de comer", me justifiqué ante mi colega, que observaba en silencio. "Si les doy dinero, se los quita su padre, tío, hermano mayor o quien los manda a mendigar", agregué.

               Mi amigo y yo pedimos dos cervezas para hacer tiempo hasta que los niños terminaran de comer, pedir la cuenta y retirarnos.

               "¡Gracias, señor!", escuche de labios de los niños, apenas bajados de sus sillas y ya camino hacia la puerta de calle, listos para perderse entre los pocos transeúntes y los muchos vendedores ambulantes sobrevivientes a esa hora.

               Cancelé la cuenta y nos retiramos caminando con dirección a la avenida Tacna, conversando sobre la situación de los niños de la calle, los 'pirañitas' y la cantidad de locos y mendigos, borrachos y drogadictos, que se adueñan de la ciudad todas las noches.

               Dos semanas después, en compañía de cinco colegas, nos citamos en el bar de ubicado en la esquina de Cueva con Carabaya, para saborear las empanadas de carne que cada día salen a la venta a las 6 de la tarde. (Así ocurría hasta hace unos tres años, época de este relato.)

               Nos sentamos en una mesa cuadrada de un metro por lado, pedimos seis empanadas, dos cervezas y un cubilete, para jugar a los dados y hacer tiempo hasta que llegara el pedido.

               A las 6 en punto salieron los primeros seis pasteles que el mozo trajo humeantes y colocó frente a nuestros ávidos ojos. Las dejamos a un costado para que se enfriaran, mientras los dados seguían corriendo sobre la mesa con bordes de metal, entre bromas y tomaduras de pelo entre las parejas de jugadores, una de las cuales descansaba por turnos.

               Estábamos en esas, cuando por una de las puertas ingresó un niño de ojos vivaces, pelo lacio y ropa empolvada, que se acercó con la diestra estirada pidiendo limosna. Fiel a mi costumbre, le pregunté para qué quería dinero.

               "Para comer", me respondió.

               Mis amigos siguieron tirando los dados, ajenos a la escena, y solo descansaron unos pocos segundos, a mi solicitud, para coger una de las empanadas envuelta en servilleta, y ofrecérsela el niño pedilón. Este abrió tamaños ojazos, entre sorprendido e indignado.

                El juego fue bruscamente paralizado por la sarta de lisuras, mentada de madre incluida, lanzada por el niño. "Métase su empanada al c…, qué se ha creído… lo que yo quiero es plata, no que me den comida, hijo de p…", gritaba el infante.

               Los airados improperios fueron acompañados de una patada a mi rodilla que, en verdad, no la sentí en esos momentos, sorprendido como estaba.

               Los jugadores se quedaron de una pieza, mientras el niño se dirigía al interior del bar a estirar su diestra a los otros habitúes de esa hora; y después, lanzaron sus bromas: "dale propia a tu hijo, sinvergüenza"; "hombre desnaturalizado, gastas en cerveza y no puedes darle para el pasaje a un niño", y cosas por el estilo.

               No les hice caso, y puse mi atención en otro niño que se acercó ofreciendo cigarrillos y caramelos. El pequeño vendedor había observado lo ocurrido, y me pidió que le regalara la empanada que yo aún sostenía en mi diestra, como idiotizado.

"Tómala", le dije. "Gracias", me respondió; cogió la empanada y se retiró.

               Yo no escuchaba las bromas, pensativo. Volví la cabeza para mirar al mendicante, que ya se retiraba por una de las puertas laterales. Entonces recordé su rostro: se trataba del mismo niño de mi relato inicial.

               Esta experiencia, en base a la cual podría redactar un cuento digno de un concurso de relatos breves, me hizo convencer una vez más que la realidad supera a la ciencia-ficción. Por unos instantes, me puse a pensar tratando de hallar una explicación a esto que, aparentemente, me resultaba -hasta ahora me resulta- inexplicable.

               "Estas son cosas que solo suceden en nuestro país", repetí lo que medio mundo dice. ¿Será cierto?, me quedé pensando sin hallar respuesta.

Decidí no darle más vueltas al asunto, esperando que algún día un especialista me explique el comportamiento de aquel niño mendigo, y me saque del limbo. Le di vuelta a la página:

               - Mozo, sírvenos dos heladas. Y dirigiéndome a mis compañeros de mesa: -Vamos, muchachos, no se desanimen; este juego lo gano yo.


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