Históricamente, la lucha de la mujer por sus derechos se remonta a la antigua Grecia, cuando Lisístrata (en griego "la que disuelve el ejército") empezó una huelga sexual contra los hombres para poner fin a la guerra del Peloponeso (431-404 a. C.). El hecho fue registrado en una obra de teatro de Aristófanes.
Debido a las continuas luchas que mantenían Atenas y Esparta, las mujeres de ambas ciudades decidieron iniciar una huelga de sexo hasta que los hombres dejaran las armas. La revuelta fue ideada por la ateniense Lisístrata que, harta de no ver a su marido, propuso al resto de mujeres de la 'polis' la solución perfecta para acabar con la interminable guerra: la abstención sexual. Lisístrata consiguió convencerlas (pese a las reticencias de muchas) y todas se comprometieron a excitar a sus maridos para luego negarles tener sexo. El pacto se propagó por todas las ciudades.
Las mujeres tomaron la Acrópolis (símbolo de la toma de poder del espacio público y de la ciudad) y prohibieron la entrada a los hombres. Estos, acostumbrados a reforzar su moral al final de día -tras la batalla- en el lecho conyugal, entendieron que sus vidas habían cambiado por completo: ahora eran ellos los que se encargaban de limpiar la casa, hacer la comida, cuidar a los hijos y- lo que peor- dormir solos. Durante los días de huelga, la moral de los hombres era muy baja y no batallaban. Como no podían entrar en la Acrópolis, trataron de persuadirlas llamando a su instinto maternal. Llegó un momento en que los hombres (que aseguraban tener "inflamada la ingle") y varias mujeres suplicaron interrumpir la huelga por unas horas pero Lisístrata se negó. Finalmente, se firmó la paz entre Atenas y Esparta: los hombres decidieron terminar la guerra. Más pudo su deseo sexual. Las mujeres habían ganado.
Rebelión de las mujeres griegas: Huelga del sexo. Der.: En control de la Acrópolis.
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Si en 1830 las feministas eran pocas y descoordinadas, treinta años después el movimiento había ganado fuerza y dado con una causa esencial: la concesión del voto. Solo cuando las mujeres participaran en la elección de sus representantes y, por tanto, en la elaboración de leyes, podrían derogar aquellas que las rebajaban a ciudadanas de segunda. Sin embargo, Inglaterra y el resto del mundo occidental estaban adentrándose en una época de profundos cambios económicos, políticos y sociales que pronto se dejarían sentir en la causa de las mujeres.
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La expansión de la educación aumentó el público lector de libros y periódicos, cuyo contenido alcanzaba mayor difusión. Los ideales feministas comenzaron a tener cada vez mayor publicidad y a ganar más adeptos. En la década de 1860 empezaron a multiplicarse las asociaciones que defendían el voto femenino. Como argumentaba el filósofo John Stuart Mill, en un país gobernado por la reina Victoria, que había demostrado su gran capacidad como gobernante, ¿por qué no se iba a conceder a las mujeres los mismos derechos que a los hombres?
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Las primeras organizaciones creyeron tener una oportunidad de oro para conseguir sus propósitos cuando una nueva ley electoral, aprobada en 1867, extendía el derecho a voto a un tercio de los hombres adultos. Pero en el articulado se refería a los mismos con la palabra men (hombres) en lugar de males (varones), por lo que se podía interpretar que el término englobaba a los dos sexos. Así que las sufragistas animaron a las mujeres a participar en las elecciones: una de ellas, Lily Maxwell, apareció en el registro de votantes gracias a un error y acudió a su colegio electoral para votar por un candidato afín a las sufragistas. Para evitar que su caso fuera el primero de muchos otros, meses después se aclaró que la ley no se refería en ningún caso a las mujeres. Aunque perdieron la apuesta, su causa ganó en publicidad, para gran preocupación de los antisufragistas. Estos opinaban que las mujeres estaban representadas por sus maridos y, por tanto, eran extremadamente influenciables por ellos, de manera que concederles el sufragio equivaldría a dar dos votos al esposo.
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El 25 de marzo de 1911, 146 mujeres murieron y 76 resultaron heridas, la mayoría inmigrantes, murieron en el trágico Incendio en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist de Nueva York, por no poder salir del edificio, pues habían sido encerradas sin posibilidad de escapar. Este suceso tuvo grandes repercusiones en la legislación laboral de los Estados Unidos, y en las celebraciones posteriores del Día Internacional de la Mujer se hizo referencia a las condiciones laborales que condujeron al desastre.
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Aunque al principio los antisufragistas eran mayoría, poco a poco crecía el apoyo a la causa del voto femenino. En 1869 se dio un paso fundamental en Estados Unidos: Wyoming aprobó el sufragio femenino. Mientras, en Gran Bretaña se empezó a permitir a las mujeres formar parte de las juntas de educación de distrito, cuyos miembros eran elegidos mediante votación. En 1894 esto se extendió a los consejos locales, lo que hizo menos extraña su imagen a pie de urna. E n 1881, una nueva conquista mostraba cómo el voto femenino se acercaba a Gran Bretaña: la isla de Man, un dominio británico, concedió el voto a las mujeres viudas y solteras.
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La reina Victoria, su esposo, Alberto de Sajonia, y sus 9 hijos.
"Dejad que las mujeres sean lo que Dios quiso: una buena compañera para el hombre, pero con deberes y vocaciones totalmente diferentes", escribió la reina Victoria de Inglaterra en 1870. La mujer que estuvo al frente de Gran Bretaña desde los 18 años, entre 1837 y 1901, rechazaba el voto femenino: "Si las mujeres se 'despojaran' de sí mismas al reclamar igualdad con los hombres –decía–, se convertirían en los seres más odiosos, paganos y repugnantes, y seguramente perecerían sin protección masculina." La actitud de sus hijas fue diferente, en especial la de Luisa, que se relacionaba con las sufragistas (de forma privada, debido a la posición de su madre) y cuya cuñada lady Frances Balfour fue una prominente sufragista.
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La mártir del sufragismo británico
Emily Wilding Davison fue atropellada en la pista de Epsom el 5 de junio de 1913 bajo el caballo del rey cuando intentó colgarle una cinta sufragista durante el Derby de Epsom; y murió tres días después. Tenía 40 años y tan solo faltaban 5 para que se aprobara el voto femenino. El Daily Mirror decidió colocar la noticia en portada.
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Conscientes de la necesidad de llamar la atención de la opinión pública, las tácticas de las sufragistas fueron cada vez más espectaculares. Desde un dirigible, Muriel Matters lanzó miles de proclamas sufragistas sobre Londres. Dos sufragistas se hicieron enviar por correo a Downing Street para presentar una petición al primer ministro. Marion Wallace Dunlop se coló en el Parlamento y grabó en un pasillo un pasaje de la Declaración de Derechos, mientras que Leonora Cohen destruyó la vitrina que contenía las joyas de la Corona en la Torre de Londres.
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Alimentadas a la fuerza en la cárcel
El 5 de julio de 1909, Marion Wallace Dunlop, militante de la WSPU, detenida en la cárcel de Holloway por grabar la Declaración de Derechos en un muro del Parlamento, se convirtió en la primera sufragista que se declaraba en huelga de hambre para exigir que la considerasen prisionera política. Ayunó durante 91 horas hasta que fue liberada, atendiendo a que su vida estaba en riesgo. Muchas militantes siguieron el ejemplo de Marion, que había tomado tal decisión por iniciativa propia. Como respuesta, en septiembre de ese año el gobierno introdujo la alimentación forzosa bajo supervisión médica.
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Emmeline Pankhurst y su hija Christabel en la cárcel, con el uniforme de las prisioneras. La primera, líder de la WSPU, que también estuvo detenida allí, escribió: "Holloway se convirtió en un lugar de horror y tormento con escenas repugnantes de violencia a cualquier hora, ya que los médicos iban de celda en celda desempeñando su terrible oficio. Nunca olvidaré mientras viva el sufrimiento que experimenté durante los días que aquellos gritos retumbaban en mis oídos".
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En la primera mitad del s. XIX, los defensores de los derechos de las mujeres eran una minoría: el movimiento feminista estaba en pañales. A las mujeres se les negaban los derechos civiles y políticos de los que disfrutaban. los hombres, y aunque solteras y viudas gozaban de más libertades que las casadas –las cuales no podían tener propiedades, redactar testamentos, ni ostentar la custodia de sus hijos– también estaban sujetas a grandes restricciones. No podían ejercer profesiones como la Medicina o el Derecho, ni acceder a puestos de la administración. Y por supuesto, tampoco podían votar.
En la mentalidad de la época esta subordinación era parte fundamental del orden social. Los hombres, mejor dotados intelectual y físicamente, debían encargarse de la esfera pública mientras las mujeres ocupaban la privada bajo su protección. Las propias mujeres compartían esta opinión, y la transmitían de madre a hija. Apenas se producían muestras de protesta; en 1832, los tempranos activistas William Thompson y Anna Wheeler se preguntaban: "Vosotras, las más oprimidas y degradadas, ¿cuándo os daréis cuenta de vuestra situación, os organizaréis, protestaréis y pediréis su arreglo?"
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Carteles: "Convictos y locos no pueden votar. ¿Las mujeres deben pertenecer a ese grupo?" (1910). "Desde que mi Margarita se convirtió en sufragista" (1913) y otros carteles expresaban el miedo de muchos hombres: que el voto femenino fuese el inicio de una revolución que invirtiese los roles tradicionales de hombres y mujeres.
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