domingo, 28 de enero de 2018

La Quinta Cruzada (1217-1221)

Los fracasos de la cuarta cruzada y el desastre que significó la Cruzada de los Niños, hizo que el papa Inocencio III planeara desde 1208 una nueva cruzada para recuperar Jerusalén. En abril de 1213, publicó la bula Quia maior, llamando a toda la cristiandad a unirse a una nueva cruzada, seguida por otra bula, la Ad Liberandam en 1215. Este mismo años convocó  al cuarto Concilio de Letrán, que fijó el 1 de junio de 2017 como fecha de inicio de la nueva empresa.

                                                                           

Cuando comenzaba a hacerse los preparativos, en 2016 murió Inocencio III, y pocos meses después Juan sin Tierra, rey de Inglaterra, uno de los tres monarcas que apoyaban la iniciativa. (Los otros eran Federico II, rey de Sicilia y futuro emperador de Alemania; y Andrés II, rey de Hungría.)

El nuevo papa, Honorio II, continuó la obra de su predecesor y alentó la nueva cruzada. Sin embargo, Federico II trató luego de eludirla, y lo propio ocurría con los caballeros y príncipes alemanes, ingleses y franceses, enfrascados en otras batallas lucrativas seguidas de saqueos, llamadas 'cruzadas albigenses' (de las que trataremos más adelante). No veían provecho alguno en una nueva marcha a ultramar.

                                                      

Personajes de la V Cruzada: papa Honorio II, Federico II, Andrés II de Hungría.


En el verano de 2017 Andrés II logró reunir un ejército bastante importante,  con la participación de Guillermo de Holanda, el duque Leopoldo VI, Duque de Austria; Juan de Brienne, del reino Jerusalén, algunos príncipes de Alemania Meridional y gran número de señores alemanes y bávaros, y Federico II Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Se decidió que para reconquistar Jerusalén era necesario conquistar Egipto primero, ya que ese reino controlaba el territorio de Jerusalén. En mayo de 1218, las tropas de Federico II se pusieron en camino a Egipto, al mando de Juan de Brienne.

   

Juan de Brienne, rey de Jerusalén. Sultán Malek-Kamel.

Los cruzados fueron recibidos en Siria con bastante frialdad. Es que en el transcurso de los casi veinte años habían entablado un comercio pacífico con Egipto y la guerra solo podía perjudicar sus intereses económicos.

Las discordias no tardaron en estallar, y Andrés II, convencido de la inutilidad de la empresa y sin prestar atención a la excomunión proclamada en su contra por el patriarca católico de Jerusalén, retornó a su país.

Los cruzados húngaros y alemanes permanecieron en Acre un año sin resultado alguno, con estériles incursiones sobre Damasco y otras ciudades. Permanecieron en San Juan de Acre y decidieron atacar a Damieta (Dumyat), una ciudad que servía de acceso a El Cairo. Esta representaba la llave de Egipto, pero estaba rodeada por un triple cinturón de muros y defendida por una potente torre. Un año y medio duró el asedio de los cruzados.

Al principio los cruzados lograron convertir sus naves en máquinas dotadas de grandes escaleras de asalto que los ayudaron a posesionarse de la torre. Pero el desborde del río Nilo, los constantes ataques de sus adversarios y las epidemias que empezaron a azotarlos detuvieron los éxitos de los cruzados.

En la primavera y verano de 1219, el duque de Austria y numerosos cruzados emprendieron el retorno a Europa. Los otros, persistieron en el sitio de Damieta. En la ciudad, rodeada por los cruzados, se hizo sentir el hambre.  Ante esa circunstancia, el sultán de Egipto, Malek-Kamel, procuró salvar la ciudad, ofreciendo a los cruzados entregarles el reino de Jerusalén en sus límites de 1187, devolverles las reliquias sagradas, entre ellas la cruz de Cristo tomada por Saladino, y abonar una importante contribución. Todo a cambio de levantar el sitio.

Increíblemente, el cardenal Pelagio, legado del Papa y jefe del ejército cruzado, y los demás jefes militares, rehusaron la oferta, ya que pensaban que los musulmanes se sentían incapaces de resistir a los cruzados a la prometida llegada de Federico II con sus ejércitos.

En agosto, los cruzados atacaron Damieta y a comienzos de noviembre de 1219 la tomaron por asalto, pasándola a sangre y fuego y apoderándose de riquísimos tesoros. Peo el éxito sería efímero.


Cruzados luchando en la Torre de Damieta, Egipto.

Surgieron nuevas divergencias entre los vendedores. Juan de Brienne, rey de Jerusalén, reclamaba la inclusión de Damieta en sus dominios; pero Pelagio se oponía, argumentando que la Iglesia Católica debía conservar para sí todo lo conquistado. Tampoco hubo acuerdo sobre las acciones bélicas a seguir.

La estrategia posterior requería asegurar el control de la península del Sinaí. Los conflictos entre los cruzados se agudizaron y se perdió tanto tiempo que los egipcios recuperaron fuerzas. El sultán Malek-Kamel se había fortificado al sur de Damieta, cerca de la ciudad de Mansurah, y simultáneamente renovó sus proposiciones de paz a los cruzados, que nuevamente fueron rechazadas.

 (Felipe II Augusto, al enterarse de que los cruzados habían tenido la oportunidad de recibir "un reino a cambio de una ciudad" y habían rechazado la oferta, los tildó de "estúpidos y mentecatos".)

En julio de 1221 el cardenal Pelagio ordenó una ofensiva contra El Cairo, desoyendo los consejos y la opinión de los hombres que lo acompañaban. Así, iniciaron la ofensiva contra Mansurah, pero los musulmanes, preparados con anticipación, los llevaron a una trampa y los cruzados estuvieron rodeados y sin comida. A ello se sumó un nuevo desborde del Nilo que inundó los campamentos de los cruzados. Cuando procuraron buscar su salvación en desordenada fuga, fueron hostigados, día y noche, con lluvia de flechas.


Musulmanes rechazan el ataque de los cruzados en Mansurah.

Para evitar su aniquilación total, los cruzados se vieron obligados a llegar a un acuerdo final el 30 de agosto: restituir la ciudad de Damieta, retirarse de Egipto y aceptar una tregua de ocho años.

Entre las causas del mal éxito de la empresa se arguyó que los refuerzos prometidos por Federico II no llegaron, razón por la cual fueron excomulgados por el papa Gregorio IX; la poca previsión del cardenal legado Pelagio y la impericia de los jefes que dirigieron la expedición.

Así concluyó la Quinta Cruzada, cuyos míseros resultados debilitaron aún más en Occidente el entusiasmo de antaño por las cruzadas. Fue por tanto una cruzada inútil, que apenas alteró el equilibrio de poder entre cristianos y musulmanes.


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