miércoles, 28 de junio de 2017

La revolución silenciosa III

Tercera edad: mucho por hacer

 

            En anteriores artículos nos hemos referido al grado de marginación creciente en que mantenemos a las personas de la tercera y cuarta edades, y a la elusión que hacemos de nuestras responsabilidades y compromisos para con ellos.

            Una de esas formas de eludir nuestra obligación de atenderlos y asistirlos es su internamiento en centros asistenciales (albergues), que no es otra cosa que la segregación de la persona con respecto a la sociedad. Si el anciano es no autosuficiente, no tiene familia o carece de los necesarios recursos económicos, recurrimos -cada vez con mayor frecuencia- a la asistencia institucionalizada, es decir, los asilos.

            Un portavoz de El Vaticano dijo alguna vez: "Una sociedad consciente de sus propios deberes hacia las generaciones más ancianas, que han contribuido a edificar su presente, debe ser capaz de crear instituciones y servicios apropiados."

 

En ese sentido, y en la medida de lo posible, los ancianos deberían permanecer en su propio ambiente, gracias al apoyo que se les preste, como la asistencia a domicilio, 'hospitales de día', centros de atención diurnos, etc.

            Igualmente, y por el mismo hecho de ofrecer alojamiento a personas que han debido dejar su propio hogar, se debe insistir porque en las mencionadas instituciones se respete la autonomía y la personalidad de cada anciano, garantizándoles la posibilidad de desarrollar actividades vinculadas a sus propios intereses, y prestarle todas las atenciones que requiere su avanzada edad, dando a la acogida una dimensión lo más familiar posible.

            No obstante, la política educativa actual está vinculada íntimamente a la actividad laboral. Nuestros jóvenes son educados con miras al trabajo, lo cual origina la falta de programas de formación para la tercera edad, dado que esta está desvinculada de las tareas productivas.

            En una época en la que el aprendizaje y la actualización constantes son una condición sine qua non para seguir el paso de la rápida evolución de la tecnología, y obtener los beneficios que conlleva, los ancianos son excluidos de las políticas educativas, como si ellos ya no tuvieran necesidad de estar actualizados. Se olvida que el hombre nunca deja de aprender y que tiene necesidad de ella para amoldarse a un mundo en constante cambio. A los ancianos se les margina como si no pertenecieran ya a nuestro mundo, a nuestra sociedad, a nuestro entorno. Mismos extraterrestres.

            Se nos olvida que el ejercicio de una actividad posterior a la jubilación produce un efecto benéfico en la calidad misma de la vida. Por el contrario, la jubilación obligatoria da comienzo a un proceso de envejecimiento precoz. De ahí que el tiempo libre de que disponen los ancianos debiera ser empleado en desempeñar un papel activo, según sus capacidades y posibilidades, promoviendo su acceso a las nuevas tecnologías, permitiéndoles la realización de trabajos socialmente útiles y facilitando su acceso a experiencias de servicio y voluntariado.

            Lamentablemente -y esta es una nueva tarea a emprender- en nuestras sociedades hasta la muerte ha perdido hoy su carácter sagrado, su significado de realización, y se ha transformado en un tabú. Más aún, se hace todo lo posible para que pase desapercibida.

            Hasta el escenario cambia para los ancianos que llegan al final de sus días: hoy son cada vez menos los que mueren en su propia casa, y cada vez más los que lo hacen en un hospital o en un asilo, lejos de su entorno propio.

            También ha caído en desuso, sobre todo en las grandes ciudades, los momentos rituales de pésame y ciertas formas de piedad. Todo se reduce a algunas frases cliché: "Al fin está descansando", "ya le tocaba", "todos vamos a llegar a esto", "pobrecito, por suerte no sufrió a la hora de su muerte", etcétera.

            El hombre de hoy, aparentemente anestesiado por las informaciones que sobre la muerte a diario nos ofrecen los periódicos y la televisión, hace lo posible por no afrontar una realidad que le produce turbación, angustia y/o miedo. Entonces, inevitablemente, se queda solo ante la propia muerte.

            Para la gran mayoría, la muerte ha perdido su significado bíblico, cuando el Hijo de Dios abrió las puertas de la esperanza frente a este hecho: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, no morirá para siempre." La muerte como puerta de la esperanza viva y cierta del encuentro cara a cara con el Creador.

            ¿Nos hemos puesto a pensar cuánto de todo lo que nos rodea les tenemos denegado a nuestros abuelos y ancianos, en general? Nuevamente tenemos que recurrir al poeta para recordarnos que frente a la vida y frente a la muerte, en beneficio y por el bienestar de nuestros ancianos, hay, hermanos, muchísimo que hacer.

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