¿Una sociedad para todas las edades?
Existe una tendencia, muy difundida en la actualidad, a ignorar y marginar a los ancianos. Marginación que se manifiesta no solo en dependencias del Estado y determinadas organizaciones, sino también entre adultos próximos a llegar a esa etapa y, más lamentable aún, entre jóvenes de todos los estratos sociales.
La marginación que experimentan los ancianos es uno, si no el principal, de los problemas de la actualidad, en un mundo egoísta y despiadadamente competitivo, donde el respeto por la vida y los derechos de los demás pasa a segundo plano. La atención está concentrada en la eficiencia y en la imaginación de una persona joven, y excluye de los 'circuitos productivos' y de las relaciones sociales a quienes no cumplen esos requisitos.
Las instituciones, estatales y privadas, incumplen sus responsabilidades con las consiguientes deficiencias sociales; se reducen o mantienen reducidos los ingresos y recursos económicos que puedan contribuir a garantizar una vida digna para los ancianos y jubilados, evitándoles gozar de atenciones adecuadas.
Las manifestaciones públicas de los miles de ancianos jubilados por las calles de Lima, son crudo testimonio de nuestras afirmaciones; luchas y protestas en la que también los hemos dejados solos, y que por lo mucho apenas si nos provoca un gesto de compasión o lástima y una que otra frase de esperanzada solución siempre en manos de otros.
A esos hombres que nos dieron la vida y contribuyeron a forjar la sociedad en que vivimos, los alejamos poco a poco de nuestro ambiente social y familiar, situándolos al margen de la comunidad y de las actividades cívicas, y condenándolos al abandono, a la soledad y el aislamiento, carentes de las necesarias relaciones humanas que los hace sufrir en silencio.
Esa falta de relaciones humanas, de contactos interpersonales y sociales, de estímulos, informaciones e instrumentos culturales, los hace olvidar su pertenencia a la comunidad, y encerrarse en sí mismos, con el consiguiente proceso de autodegradación física y mental.
La situación se agrava al verse impedidos de cambiar la situación por la que atraviesan, imposibilitados de participar en la toma de decisiones que les concierne como personas y como ciudadanos.
(El autor recuerda que en su niñez, y aún en la adolescencia -por los años cincuenta y sesenta-, formaba parte de nuestra educación el saludar a todas las personas mayores que se cruzaban en nuestro camino, sean familiares o vecinos o no, conocidas o desconocidas, llevaran o no sombrero -que entonces era de uso casi obligatorio por todos aquellos que llegaban a la categoría de 'señores' o 'caballeros'-. El único 'requisito' para expresarles nuestro respeto era cruzarse en nuestro camino.)
Algunos ancianos -según lo observan gerontólogos, sociólogos, psicoterapeutas y quienes viven dedicado al estudio de los problemas propios de la ancianidad- son capaces de asumir su vejez como un proceso natural de nuestra existencia como seres humanos, y lo hacen con serenidad y dignidad, como una etapa de la vida que les presenta nuevas oportunidades de desarrollo y compromiso.
Mas, para otra gran mayoría de marginados, la vejez se convierte en un trauma. Para ellos, el paso de los años los lleva a adoptar actitudes que van de la resignación pasiva a la rebelión y el rechazo, como productos de la desesperación o como expresión de algún mecanismo de defensa.
Modificar, hasta superar, la actual imagen negativa que se tiene de nuestros viejitos es una tarea cultural y educativa que debe emprenderse decididamente en el seno de la propia familia y en la escuela. Cada niño debiera aprender, conjuntamente con las primeras letras, el respeto a las canas y el amor a nuestros abuelos, educándolos en la convicción de la necesidad que tenemos unos de otros.
Es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros ayudar a los ancianos a ayudarles a captar el sentido de su edad, a apreciar sus propios recursos y posibilidades y superar su tentación al rechazo, al autoaislamiento, a resignarse a sentirse inútiles y a la desesperación.
La construcción de una 'sociedad para todas las edades', como es el anhelo de la Organización de las Naciones Unidas, solo se logrará si se funda teniendo como base el respeto por la vida en todas sus fases.
Para lograrlo, debemos aceptar la presencia de tantos ancianos en nuestro agitado mundo como un don, una riqueza humana y espiritual nueva, un signo de nuestro tiempo que, si se comprende en toda su plenitud, y si se sabe acoger, puede ayudarnos a recuperar el sentido de la vida, que va más allá de los significados que le atribuyen ciertos gobiernos y organizaciones, el Estado, el mercado y la mentalidad dominantes.
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