jueves, 13 de abril de 2017

La Semana Santa olvidada

 

La aldea global en que se ha convertido nuestro mundo en la actualidad quizá sea la responsable de la falta de religiosidad, casi conventual diríase, de que hacía gala nuestra tres veces coronada y siempre beata villa, hasta hace 'apenas' cuatro décadas atrás.

Conversando con un amigo sobre esta Lima que se está yendo de a pocos, vino a mi memoria la forma como nuestros padres rememoraban la pasión y muerte de Jesucristo, y las obligaciones y restricciones a que estábamos sometidos los muchachos de entonces, hasta antes de los sucesos de los años '60 que cambiaron la faz del mundo. Religiosidad incluida.

Entonces, la Semana Santa se iniciaba el Domingo de Ramos, con el paseo por las calles de la imagen de Jesús montado en una burra, y la infaltable presencia de Zaqueo, el judío converso, cada año vestido con el último alarido de la moda.

Ese día, los templos amanecían con sus altares e imágenes cubiertos por cortinas moradas en señal de duelo. Pero era el Lunes Santo, en que empezó Cristo a padecer, cuando se iniciaban las obligaciones y padecimientos de sus seguidores.

En la pieza principal de cada casa, por muy humilde que fuese, se encendía una lamparita con mariposita de aceite, en una repisa -con un Crucifijo o la Virgen María- convertida en altar y frente a la cual se rezaba el rosario cada día, con sus misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, más sus respectivas letanías y credos.

Sentados alrededor de la abuela, escuchábamos pasajes bíblicos: el lunes sobre la última cena; el martes, la oración del huerto, y el miércoles, sobre la traición de Judas y la prisión de Jesús.

El Jueves Santo, a comulgar muy temprano, regresar a casa a tomar chocolate con pan de dulce y después a portarse como niños bonitos, bendecidos con la hostia mañanera.

A las 12 horas, la ciudad entraba en recogimiento total, enmarcado por un silencio casi absoluto. El tráfico se paralizaba; los trenes no tocaban pitos ni campanas; los ambulantes recorrían las calzadas a pie, halando sus acémilas; teatros, cines y cantinas cerraban sus puertas, y hasta los mosquitos parecían tomarse un descanso. Nuestras madres, tías y abuelas se vestían de riguroso luto, con mantilla y sin adornos.


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Peregrinación al cerro San Cristóbal en Viernes Santo.

 

El Viernes Santo el misticismo era mayor. Las radios transmitían sólo música clásica (la TV ni se conocía). Los diarios dejaban de circular y los cines ofrecían funciones gratuitas con películas sobre la vida, pasión y muerte de Jesús, arrancándonos llantos incontenibles.

La carne desaparecía de los mercados. Los niños estábamos obligados a no regañar ni hablar fuerte: "Silencio, niño, que el Señor está muerto. ¿O no somos cristianos?" Nada de escupir al suelo ("estás escupiéndole al Señor"), jugar fútbol ("estás pateando al Señor"), ni mucho menos pronunciar malas palabras ("estás insultando al Señor"). ¿Qué hacíamos? Sentarnos en la puerta de calle a mirar pasar el día en absoluta calma.

Escenificación de la pasión de Cristo.

 

A las 12, a escuchar por radio el Sermón de las Tres Horas, instituido por primera vez en el mundo por el orador jesuita P. Alonso Messía, confesor del virrey José de Armendáriz, a fines del siglo XVII.

En la tarde, a la procesión del Santo Sepulcro, que salía de la Basílica del Rosario, del Convento de Santo Domingo, y encabezaba el Presidente de la República, sus ministros, edecanes y funcionarios, precedidos por el Regimiento Escolta con banda de músicos.

 Antes, el mandatario presidía el almuerzo 'de penitencia' que se servía en Palacio de Gobierno, y cuyo menú era preparado por monjas de conventos, famosas en quehaceres culinarios. Todo a base de pescados y mariscos, asentados vinos blanco y tinto y sifón.

Amanecía el Sábado de Gloria y todo volvía ser como antes. A las 10 se oficiaba misa en todos los templos. Al mediodía, las campanas eran echadas al vuelo, seguidas de cohetes, camaretazos y música de bandas militares. Reaparecían los pregones de tamaleras, tisaneras y humiteras con renovados bríos, y retornaban los tranvías, ómnibus y colepatos.

El menú casero variaba también a sancochado de familia, con su buen trozo de pecho o cadera; más yuca, camote, col, zanahoria, pellejo de chancho y un trocito de cecina. El sacrificio de los días precedentes resultaba, así, bien recompensado.

El domingo, la Misa de Resurrección y la procesión del Señor Resucitado, precedido de San Juan Evangelista, cerraban los tristes y alegres días de Semana Santa. Y a otra cosa, mariposa; hasta el siguiente año.

La modernidad dejó de lado estas imágenes de entonces, para dedicar esos mismos días a cosas más terrenales (más realistas, dicen algunos). En fin.

 

 

Publicado en el diario oficial El Peruano el miércoles 13.4.17

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