sábado, 18 de marzo de 2017

Nuestras oportunidades perdidas

En un interesante y versado trabajo sobre ‘El proceso de modernización en el Perú del siglo XIX’, el Dr. Fernando de Trazegnies, historiador, investigador y excanciller de la República, nos recuerda la forma como fue configurándose la sociedad peruana a partir de la independencia, en 1821, más concretamente a partir de 1840, hasta 1895, y las consecuencias de su accionar, que impidió a nuestro país lograr su desarrollo y modernización.

Trazegnies dice que la nueva y autodenominada ‘aristocracia moderna’, surgida y enriquecida en los primeros años de la República, gracias a situaciones coyunturales externas, tuvo en sus manos hacer del nuestro un país tan o más avanzado que el Japón de hoy.

Refiere que Japón inició su proceso de modernización en la época del emperador Miji, en 1870, treinta años después de que nuestra nueva clase dirigente empezara un proceso de acumulación de riqueza, que dilapidó en su provecho, personal y pasajero, sin pensar en el futuro del país ni el suyo propio. Fue la primera y gran oportunidad que tuvimos para modernizar el Perú.

La historia confirma el aserto. Según el historiador Jorge Basadre, durante los veinte primeros años posteriores a la independencia, Perú vivió un agitado período de revoluciones internas, motines, estallidos populares, prisiones, destierros, montoneras, en fin, “una situación al margen de la normalidad y con escasos, cortos y relativos períodos de legalidad”.

Para entonces, la crisis de la minería, registrada en los últimos años del Virreinato, desplazó las fuentes de producción hacia la agricultura y le hizo perder al Perú sus canales de integración con la economía internacional.

A partir de 1840, descubiertos ya los valores fertilizantes del guano, este se convirtió en el producto más deseado por Europa, particularmente Inglaterra, donde la Revolución Industrial y la derogatoria de las leyes de protección al trigo inglés obligó a los propietarios de tierras a incrementar la productividad de sus campos para hacer frente a la demanda creada por la industrialización y la competencia del trigo francés. El guano, dice Trazegnies, se convirtió en el maná que alimentó nuestra pobre economía nacional.

La inmensa riqueza así obtenida, sin embargo, no fue invertida en modernizar ni lograr el desarrollo industrial de nuestro país. Por el contrario, en forma egoísta y falta de visión hacia el futuro, nuestra clase dirigente optó por llenarse de efímeros y terrenales lujos y comodidades.
Esa prosperidad se vio expresada en el famoso ‘baile de La Victoria’ que el entonces presidente de la República, José Rufino Echenique, ofreció en honor de los legisladores de 1853 y para celebrar a lo grande su elección como Presidente de la República. Nunca en la vida republicana del Perú hubo fiesta más esplendorosa que esta, conforme la relatan Basadre y Ricardo Palma.

El baile se realizó el sábado 15 de octubre de 1853 en una quinta perteneciente a la esposa del mandatario, Leandra Josefa Victoria Tristán y Flores del Campo, prima hermana de Flora Tistán y conocida como doña Victoria de Echenique, en cuyo honor se fundaría el actual distrito de La Victoria, muchos años después, en febrero de 1920.

El Baile de La Victoria (imagen de la web de Jorge Andujar)
La casa-hacienda, situada a los alrededores del actual teatro La Cabaña, en el Parque de la Exposición, contaba con varios salones y un gran patio, en cuyo centro se erguía un soberbio pino australiano que se podía avizorar a gran distancia.

A la fiesta acudieron, en lujosos carruajes, mil caballeros, entre ministros de Estado, cuerpo diplomático, vocales supremos y otras personalidades de la sociedad limeña; y 239 señoras y señoritas que llenaron los patios, galerías, corredores y salones de la quinta.

En el lugar había gabinetes especiales de descanso para las señoras, aromados con riquísimos perfumes, salones únicamente para juegos de cartas, y una galería de pinturas donde se exhibían cuadros de Murillo, Españoleto y Velásquez, y de los peruanos Laso, Merino y Montero. Las actrices más celebradas, que entonces residían en la capital –las sopranos Eliza Biscaccianti y Clotilde Barillí- cantaron arias escogidas para la ocasión.

El baile fue animado por cuatro orquestas y cuatro bandas militares y se prolongó hasta las 8 de la mañana del domingo.

Se calcula que el baile costó entre 70 y 80 mil pesos. Sirvió de pretexto para que las familias hicieran ostentación de su opulencia, y algunas personas de la antigua aristocracia trataran de eclipsar con su lujo a los recién llegados a la fortuna. Doña Ortiz de Zevallos (hija de los marqueses de Torre Tagle) llevó la cabeza envuelta en casco de diamantes que debía valer más de 80 mil pesos.

La esposa de un coronel llevaba en el pecho un águila con las alas abiertas, cuyas extremidades le tocaban los hombros: una verdadera coraza de diamantes. Además, desde la cintura hasta la orla del traje tenía líneas verticales de listones de terciopelo oscuro, en cada uno de los cuales había un broche de diamantes. Se estimó que la gracia debió costarle al marido no menos de 1,200 pesos.

Como una cachetada a tanta ostentación, la esposa de Echenique, que por su origen, fortuna y posición podía haber rivalizado en lujo con sus invitadas, se presentó sin una sola joya, y sin más adorno que un sencillo brazalete.

Fue una protesta y una lección, un rasgo de altiva dignidad que la enalteció a los ojos de las gentes respetables de la sociedad.

(A decir de Palma, esa cachetada a la pobreza, sería uno de los pretextos de Ramón Castilla para desatar la guerra civil que concluiría con el derrocamiento de Echenique en enero de 1855.)
Segunda oportunidad

Dos décadas más tarde, la Guerra de Secesión (1860-1865) en Estados Unidos abrió grandes oportunidades para el azúcar y el algodón peruanos, y permitió mayor acumulación de riqueza entre los grandes hacendados costeños. Estos hechos, que dieron origen al ingreso de mayor riqueza al Perú, constituyen la partida de nacimiento de la nueva clase social dirigente, que sustituyó a la aristocracia virreinal.

La nueva clase aristócrata, miope y egoísta, se dedicó exclusivamente a potenciar sus propiedades, llenándolos con toda suerte de objetos, muebles y adornos importados de Europa; las mujeres dejaron la saya y el manto, y la reemplazaron por la moda de París, vía la importación de vestidos, joyas y perfumes. Las más costosas alhajas europeas invadieron Lima.

Para darnos una idea de la forma cómo se volvió a derrochar el dinero, en períodos de crisis y en medio de la pobreza extrema de la mayoría de peruanos, Fernando de Trazegnies nos recuerda otra anécdota.

En 1870, el Club de la Unión acordó celebrar el aniversario patrio con una fiesta de disfraces programado para el 28 de julio y a la cual fue invitada toda la nobleza limeña. Sin embargo, la fiesta tuvo que ser postergada para el 9 de septiembre. ¿La razón? Las señoras de la aristocracia se negaron a asistir… porque el barco procedente de Europa sufrió un retraso y no llegó a tiempo con los vestidos mandados a confeccionar a los más afamados modistos del viejo continente, y encargados especialmente para la ocasión. Las señoras habían encargado también joyas, adornos y perfumes de París, que tampoco llegaron a tiempo.

El baile, que atrajo la atención de los limeños, se convirtió en una competencia sobre quién llevaba más dinero en productos importados sobre su persona.

A diferencia del empresario capitalista, que arriesga y aspira a aumentar su capital y su rentabilidad, o del aristócrata que incursiona en los negocios, nuestra clase dirigente no se dedicó a modernizar el país. Apenas si logró modernizar su propio sector. Su meta fue hacer negocios bajo la sombra y protección del Estado, y disfrutar de su riqueza, no reinvertir sus utilidades.

El éxito del guano, del algodón y del azúcar, concentró las actividades económicas en la costa, y dejó en el abandono a la sierra, que se mantuvo anquilosada y tradicional. Cajamarca, Cusco y Ayacucho, muy activas con los españoles, perdieron toda importancia y cedieron su puesto a la costa exportadora, que buscaba su modernización.

Esa situación agravó la división social tradicional y agrandó la brecha entre una elite relativamente modernizada y occidentalizada, y una población autóctona y atrasada. La división se hizo necesaria para mantener el sistema económico basado casi exclusivamente en la exportación de materias primas, utilizando mano de obra barata, primero esclava, luego la de inmigrantes chinos, y, finalmente, de una masa andina “contratada en condiciones serviles”.

Se creó así un círculo vicioso: la población empobrecida hizo imposible crear un mercado interno para productos industriales nacionales, y la falta de desarrollo de una industria moderna impidió elevar el ingreso de los trabajadores. A la vez, la capacidad de consumo de la clase dirigente, dirigida a los productos extranjeros, impidió el desarrollo de una industria nacional.

La clase social que condujo el país durante el siglo XIX, en vez de asegurar valores culturales, aseguró posiciones sociales. E incluso le fue más fácil ceder en materia de tradiciones culturales que en materia de privilegio.

La aristocracia sufrió un serio revés con la Guerra con Chile (1879-1883), pero logró superar el trance, recuperó sus privilegios, sin acordarse de modernizar a todos los sectores del país. Un ‘olvido’ que se mantuvo hasta las primeras décadas del siglo XX, y del cual hasta ahora no logramos recuperarnos del todo.

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