La tragedia continúa
La desaparecida ciudad de Yungay vista desde la
colina del cementerio. El área resaltada muestra la ubicación y dirección del
alud. Yungay Nuevo está detrás de la zona resaltada en el centro
Hace exactamente 50 años, el 31 de mayo de
1970 –coincidentemente domingo como hoy- el Perú sufrió el sismo más
destructivo de su historia, que en solo 45 segundos ocasionó 70 mil muertos,
20,000 desaparecidos, 150,000 heridos y más
de 80 mil damnificados en toda la costa y sierra del departamento de Áncash y
varias provincias de Huánuco, La Libertad y el norte de Lima.
El sismo, de 7.9 grados, que se inició a las
15:23 horas ocasionó también el desprendimiento de la cornisa norte
del nevado Huascarán (6,655 m s.n.m.), que originó una avalancha de 60 millones de metros
cúbicos de hielo, lodo y enormes rocas que en tres minutos sepultó la histórica y muy
hermosa ciudad de Yungay, y con ella a la casi totalidad de sus 21 mil
habitantes, desastre natural considerado el más catastrófico del hemisferio
occidental.
Tras los primeros quince segundos del
terremoto en las costas de Chimbote y Casma, los l24 millones de metros cúbicos
de nieve que se desprendieron del nevado más alto del Perú hizo que se formara
una avalancha de 914 metros de ancho, un kilómetro y medio de largo y 30
metros de profundidad, descendió hacia el valle. Los geólogos estimaron que
alcanzó una velocidad de 402 kilómetros por hora durante parte de su
trayectoria, y en general un promedio de 160 km/h.
La avalancha superó en magnitud los efectos de
la erupción del Vesubio, que enterró la ciudad de Pompeya en el año 79 d. C., y
dejó a la añorada Yungay cubierta por un inmenso manto negro. De la ubicación
de la ciudad solo quedaron las copas de las cuatro palmeras sembradas en la
Plaza de Armas, características de la localidad, que se mantuvieron como mudas testigos
del apocalíptico comportamiento de la naturaleza.
Caseríos enteros, con alrededor de 1,800
personas del fértil valle de Llanganuco, fueron barridos por la fulminante
avalancha, veintisiete veces mayor que la que destruyó Ranrahirca (1.5 km al
sur de Yungay) en 1962.
Durante los tres minutos que tardó en
consumarse la destrucción de la ciudad, la mayoría de sus habitantes y numerosos turistas y paseantes trataron
angustiosamente de salvar a los suyos o salvarse ellos mismos. Muy pocos
lograron su propósito: los sobrevivientes no fueron más de 300 personas.
Del total de sobrevivientes, 92 lograron
llegar a las terrazas más altas del cementerio, la mayoría adolescentes,
aquellos que podía correr más y se encontraban cerca del cementerio general
construido sobre una colina artificial de forma circular y coronado por la
estatua de Cristo Redentor.
Otros 65 niños y algunos adultos lograron
refugiarse en las inmediaciones del circo ‘Berolina’, llegado el día anterior y
que se preparaba para su primera función de matiné programada para las 3 y 30
de la tarde, en las instalaciones del estadio ‘Fernández’ el extremo norte de
la ciudad.
El drama continúa
Cincuenta años después, el drama yungaíno no
ha concluido.
Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno
del general Juan Velasco Alvarado creó la Comisión de Reconstrucción y
Rehabilitación de la Zona Afectada (CRYRZA) destinada a mitigar los riesgos de
una nueva catástrofe.
Sin embargo, fue ese mismo organismo el que en
1972 tomó la deplorable decisión de dinamitar las enormes peñas del Campo Santo
y transportarlas en camiones para construir la pista de aterrizaje del
aeropuerto de Anta, en Huaraz. No se tomó en cuenta a las miles de víctimas del
sismo que yacían a flor de tierra.
Ese grave error se reiteró durante la
edificación del colegio ‘Santo Domingo de Guzmán’ (2002) y domicilios
particulares; y cuando se trató de auxiliar a una palmera declinante,
provocando en cada caso que emergieran torrentes con restos humanos
Los sobrevivientes de la histórica ciudad han
asistido impotentes a diversos atentados contra esta atormentada tierra, ahora
convertida en lugar de peregrinaje para honrar a sus muertos.
El 12 de octubre de 1977, el gobierno del
general Francisco Morales Bermúdez emitió la Resolución Suprema 0005, que
declara la intangibilidad del área al considerarlo “un verdadero Camposanto, por reposar ahí los restos de quienes fueron
sus habitantes”; y faculta al Organismo de Desarrollo de la Zona
Afectada (ORDEZA) a delimitarlo.
Ni lo uno ni lo otro.
El Campo Santo es continuamente objeto de
invasiones, alentadas por autoridades venales que han reducido prácticamente a
la mitad sus codiciados 99,137.50 m2 mediante contratos amañados que les garantiza
enriquecimiento e impunidad, como lo denuncia el poeta yungaíno Willy Tamayo,
solitario defensor de su añorada ciudad y autor de un libro en proceso de
edición, en el que revela todas las irregularidades que se vienen cometiendo
contra esa zona.
Recuerda, por ejemplo, que recientemente, en
2017, en nombre del progreso y la modernidad, el Ministerio de Comercio
Exterior y Turismo (Mincetur) aprobó construir oficinas de orientación para
turistas en el mismo lugar sobre la base de una controvertida norma que
trasgrede la citada resolusión suprema, y sin el Certificado de Inexistencia de Restos
Arqueológicos (CIRA) que precisa también la profundidad en la que se encuentran
los restos humanos.
El futuro del lugar es imprevisible, expuesto
como está al crecimiento desordenado e incontrolado de poblaciones aledañas, y
la “devoción al turismo impuesta como panacea que trastoca su real naturaleza y
le asigna un destino eminentemente utilitario”, según dice Tamayo.
Ello constituye una afrenta a la memoria de
Yungay, de los habitantes que ahí perecieron y de sus deudos que reclaman el
irrenunciable derecho a seguir honrándolos, manteniendo intangible el lugar del
cual son legítimos herederos.
José Luis Vargas Sifuentes
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