sábado, 30 de mayo de 2020

Yungay: 50 años después


La tragedia continúa
La desaparecida ciudad de Yungay vista desde la colina del cementerio. El área resaltada muestra la ubicación y dirección del alud. Yungay Nuevo está detrás de la zona resaltada en el centro

Hace exactamente 50 años, el 31 de mayo de 1970 –coincidentemente domingo como hoy- el Perú sufrió el sismo más destructivo de su historia, que en solo 45 segundos ocasionó 70 mil muertos, 20,000 desaparecidos, 150,000 heridos y  más de 80 mil damnificados en toda la costa y sierra del departamento de Áncash y varias provincias de Huánuco, La Libertad y el norte de Lima.
El sismo, de 7.9 grados, que se inició a las 15:23 horas ocasionó también el desprendimiento de la cornisa norte del nevado Huascarán (6,655 m s.n.m.), que originó una avalancha de 60 millones de metros cúbicos de hielo, lodo y enormes rocas que en tres minutos sepultó la histórica y muy hermosa ciudad de Yungay, y con ella a la casi totalidad de sus 21 mil habitantes, desastre natural considerado el más catastrófico del hemisferio occidental.
Tras los primeros quince segundos del terremoto en las costas de Chimbote y Casma, los l24 millones de metros cúbicos de nieve que se desprendieron del nevado más alto del Perú hizo que se formara una avalancha de 914 metros de ancho, un kilómetro y medio de largo y 30 metros de profundidad, descendió hacia el valle. Los geólogos estimaron que alcanzó una velocidad de 402 kilómetros por hora durante parte de su trayectoria, y en general un promedio de 160 km/h.

La avalancha superó en magnitud los efectos de la erupción del Vesubio, que enterró la ciudad de Pompeya en el año 79 d. C., y dejó a la añorada Yungay cubierta por un inmenso manto negro. De la ubicación de la ciudad solo quedaron las copas de las cuatro palmeras sembradas en la Plaza de Armas, características de la localidad, que se mantuvieron como mudas testigos del apocalíptico comportamiento de la naturaleza.
Caseríos enteros, con alrededor de 1,800 personas del fértil valle de Llanganuco, fueron barridos por la fulminante avalancha, veintisiete veces mayor que la que destruyó Ranrahirca (1.5 km al sur de Yungay) en 1962.   
Durante los tres minutos que tardó en consumarse la destrucción de la ciudad, la mayoría de sus habitantes y  numerosos turistas y paseantes trataron angustiosamente de salvar a los suyos o salvarse ellos mismos. Muy pocos lograron su propósito: los sobrevivientes no fueron más de 300 personas.
Del total de sobrevivientes, 92 lograron llegar a las terrazas más altas del cementerio, la mayoría adolescentes, aquellos que podía correr más y se encontraban cerca del cementerio general construido sobre una colina artificial de forma circular y coronado por la estatua de Cristo Redentor.
Otros 65 niños y algunos adultos lograron refugiarse en las inmediaciones del circo ‘Berolina’, llegado el día anterior y que se preparaba para su primera función de matiné programada para las 3 y 30 de la tarde, en las instalaciones del estadio ‘Fernández’ el extremo norte de la ciudad.

El drama continúa
Cincuenta años después, el drama yungaíno no ha concluido.
Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno del general Juan Velasco Alvarado creó la Comisión de Reconstrucción y Rehabilitación de la Zona Afectada (CRYRZA) destinada a mitigar los riesgos de una nueva catástrofe.
Sin embargo, fue ese mismo organismo el que en 1972 tomó la deplorable decisión de dinamitar las enormes peñas del Campo Santo y transportarlas en camiones para construir la pista de aterrizaje del aeropuerto de Anta, en Huaraz. No se tomó en cuenta a las miles de víctimas del sismo que yacían a flor de tierra.
Ese grave error se reiteró durante la edificación del colegio ‘Santo Domingo de Guzmán’ (2002) y domicilios particulares; y cuando se trató de auxiliar a una palmera declinante, provocando en cada caso que emergieran torrentes con restos humanos
Los sobrevivientes de la histórica ciudad han asistido impotentes a diversos atentados contra esta atormentada tierra, ahora convertida en lugar de peregrinaje para honrar a sus muertos.
El 12 de octubre de 1977, el gobierno del general Francisco Morales Bermúdez emitió la Resolución Suprema 0005, que declara la intangibilidad del área al considerarlo “un verdadero Camposanto, por reposar ahí los restos de quienes fueron sus habitantes”; y faculta al Organismo de Desarrollo de la Zona Afectada (ORDEZA) a delimitarlo.
Ni lo uno ni lo otro.
El Campo Santo es continuamente objeto de invasiones, alentadas por autoridades venales que han reducido prácticamente a la mitad sus codiciados 99,137.50 m2  mediante contratos amañados que les garantiza enriquecimiento e impunidad, como lo denuncia el poeta yungaíno Willy Tamayo, solitario defensor de su añorada ciudad y autor de un libro en proceso de edición, en el que revela todas las irregularidades que se vienen cometiendo contra esa zona.
Recuerda, por ejemplo, que recientemente, en 2017, en nombre del progreso y la modernidad, el Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (Mincetur) aprobó construir oficinas de orientación para turistas en el mismo lugar sobre la base de una controvertida norma que trasgrede la citada resolusión suprema, y sin el Certificado de Inexistencia de Restos Arqueológicos (CIRA) que precisa también la profundidad en la que se encuentran los restos humanos.
El futuro del lugar es imprevisible, expuesto como está al crecimiento desordenado e incontrolado de poblaciones aledañas, y la “devoción al turismo impuesta como panacea que trastoca su real naturaleza y le asigna un destino eminentemente utilitario”, según dice Tamayo.
Ello constituye una afrenta a la memoria de Yungay, de los habitantes que ahí perecieron y de sus deudos que reclaman el irrenunciable derecho a seguir honrándolos, manteniendo intangible el lugar del cual son legítimos herederos.



José Luis Vargas Sifuentes 


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