martes, 12 de mayo de 2020

La sucia historia de la higiene (III)


La historia poco conocida
Por: José Luis Vargas Sifuentes

Durante la Edad Media pareciera que a nadie le preocupaba lo que ocurría con el cuerpo humano. Como no existían vacunas ni antibióticos ni se aplicaban medidas mínimas de higiene, cualquier enfermedad podía ser una sentencia de muerte. Una herida superficial podía matar si se infectaba, y no eran pocos los que perdían miembros o la vida a consecuencia de una gangrena.
En todo ese período era común la muerte de la madre durante un parto, pues tampoco se aplicaban cuidados prenatales. Una de las causas más comunes era la fiebre puerperal, infección del aparato reproductor femenino que casi siempre culminaba en la muerte, sin distinción de clase social ni posición económica: todas las mujeres podían fallecer en el parto.
No obstante, eran las más preocupadas por su apariencia y olor, por lo que los perfumes y cosméticos disfrutaron de gran auge, utilizando esencias de flores, aceites y raíces, especialmente en Italia y Francia. (Por esta época hace su aparición el tradicional bouquet, ese ramo de flores con olores fuertes que ocultaba los malos olores durante la boda y, aunque huelga decirlo, lo portaban en el lugar indicado.) 
Un caso emblemático de la falta de higiene durante la Edad Media lo constituye el impresionante Palacio de Versalles, construido entre 1661 y 1692 por encargo del rey Luis XIV, llamado el ‘Rey Sol’, convertidos –palacio y monarca– en símbolos del poder absolutista y centralizado.
Concebido como un palacete de caza se transformó en hogar de la corte del rey francés, donde la suntuosidad y belleza hoy dejan a cualquier persona boquiabierta, más cuando conocen la higiene y las estructuras sanitarias que poseía, o de las que carecía mejor dicho.
El palacio tenía más de 700 habitaciones y todas carecían de baños y retretes. En consecuencia, las 20,000 personas que llegaron a vivir en él tuvieron que buscar formas poco agradables para satisfacer sus urgencias fisiológicas. Sus ocupantes no tenían otra opción que defecar u orinar en los pasillos, corredores o cualquier rincón. Todo lugar era idóneo para realizar estos actos, tan naturales que ni los nobles más refinados, reyes incluidos, podían evitar.
Esos actos estaban tan arraigados que, por ejemplo, ‘La ética galante’, una publicación escrita en 1700, mostraba la forma de presentarse un joven ante la sociedad educada, y le recomendaba: “Si pasas junto a una persona que se esté aliviando, debes hacer como si no la hubieras visto.”
Varios relatos de los siglos XVII y XVIII glosan el hedor del palacio –pese a que contaba con 2,513 ventanas–, debido a los inexistentes sanitarios del complejo, que acogía a multitud de nobles y subalternos, poderosos y sirvientes. En muchos lugares de las instalaciones, en lugar de excusados, había sirvientes que traían un recipiente cuando se los reclamaba. Pero no siempre llegaban a tiempo, por lo que los urgidos hacían sus necesidades en cualquier rincón disponible, entre cortinas y tapices, como escribió el británico Horace Walpole, un aristócrata del siglo XVIII, que describía el palacio de Versalles como un “gran pozo negro”, cuyo olor se aferraba a la ropa, a la peluca e incluso a la ropa interior.
Demás está decir que los bellos y extensos jardines del Palacio que nos ocupa servían de refugio para los romances fortuitos o para la muy humana evacuación de los intestinos.
En su ‘Memorias de Luis XIV’, el duque de Saint-Simon relata que la Princesse d’Harcourt, una noble francesa, a veces orinaba mientras caminaba, sin ninguna vergüenza, “dejando un rastro terrible detrás de ella que hacía que los sirvientes desearan mandarla al diablo”.
Voltaire se alojó en una habitación del palacio y lo describió como “el agujero de mierda con peor olor en todo Versalles”.
El propio monarca francés no se distinguió precisamente por su limpieza; todo lo contrario. Un embajador ruso en su corte relataba que Luis “apestaba como un animal salvaje”, porque sus médicos le aconsejaban que para mantener su salud debía bañarse lo menos posible. Luis renegó de los baños durante toda su vida, y según su propia admisión, su cuerpo solo recibió una limpieza completa el día que nació y casi al final de sus días (murió el 1 de septiembre de 1715), por prescripción médica.
Antes de finalizar sus días de vida le entraron ínfulas de limpieza, y a inicios de 1715 decretó que las heces en los pasillos de Versalles se recogieran una vez por semana.
No obstante, él no fue el único monarca famoso por su rechazo a la higiene. La reina Elizabeth I de Inglaterra decía que ella se bañaba una vez al mes, aunque no le hiciera falta. James I, su sucesor, se lavaba solo las manos; y en España, la reina Isabel, según diversas fuentes, solo se bañó el día que nació y el día de su boda. Otro ejemplo del gusto por la pestilencia era el de Napoleón Bonaparte, quien en una carta a su querida Josefina escribió: “Vuelvo a casa en tres días; no te bañes...”

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