La historia poco
conocida
Por: José Luis Vargas
Sifuentes
Durante la Edad Media pareciera que a
nadie le preocupaba lo que ocurría con el cuerpo humano. Como no existían vacunas
ni antibióticos ni se aplicaban medidas mínimas de higiene, cualquier
enfermedad podía ser una sentencia de muerte. Una herida superficial
podía matar si se infectaba, y no eran pocos los que perdían miembros o la vida
a consecuencia de una gangrena.
En todo ese período era común la
muerte de la madre durante un parto, pues tampoco se aplicaban cuidados
prenatales. Una de las causas más comunes era la fiebre puerperal,
infección del aparato reproductor femenino que casi siempre culminaba en la
muerte, sin distinción de clase social ni posición económica: todas las mujeres
podían fallecer en el parto.
No obstante, eran las más preocupadas
por su apariencia y olor, por lo que los perfumes y cosméticos disfrutaron de gran
auge, utilizando esencias de flores, aceites y raíces, especialmente en Italia
y Francia. (Por esta época hace su aparición el tradicional bouquet, ese ramo de flores con olores
fuertes que ocultaba los malos olores durante la boda y, aunque huelga decirlo,
lo portaban en el lugar indicado.)
Un caso emblemático de la falta de
higiene durante la Edad Media lo constituye el impresionante Palacio de
Versalles, construido entre 1661 y 1692 por encargo del rey Luis XIV, llamado
el ‘Rey Sol’, convertidos –palacio y monarca– en símbolos del poder absolutista
y centralizado.
Concebido como un palacete de caza se
transformó en hogar de la corte del rey francés, donde la suntuosidad y belleza
hoy dejan a cualquier persona boquiabierta, más cuando conocen la higiene y las
estructuras sanitarias que poseía, o de las que carecía mejor dicho.
El palacio tenía más de 700
habitaciones y todas carecían de baños y retretes. En consecuencia, las 20,000
personas que llegaron a vivir en él tuvieron que buscar formas poco agradables
para satisfacer sus urgencias fisiológicas. Sus ocupantes no tenían otra
opción que defecar u orinar en los pasillos, corredores o cualquier rincón. Todo
lugar era idóneo para realizar estos actos, tan naturales que ni los nobles más
refinados, reyes incluidos, podían evitar.
Esos actos estaban tan arraigados que,
por ejemplo, ‘La ética galante’, una publicación escrita en 1700, mostraba la
forma de presentarse un joven ante la sociedad educada, y le recomendaba: “Si
pasas junto a una persona que se esté aliviando, debes hacer como si no la
hubieras visto.”
Varios relatos de los siglos XVII y
XVIII glosan el hedor del palacio –pese a que contaba con 2,513 ventanas–,
debido a los inexistentes sanitarios del complejo, que acogía a
multitud de nobles y subalternos, poderosos y sirvientes. En muchos lugares de
las instalaciones, en lugar de excusados, había sirvientes que traían un
recipiente cuando se los reclamaba. Pero no siempre llegaban a tiempo, por lo
que los urgidos hacían sus necesidades en cualquier rincón disponible, entre
cortinas y tapices, como escribió el británico Horace Walpole, un aristócrata
del siglo XVIII, que describía el palacio de Versalles como un “gran pozo
negro”, cuyo olor se aferraba a la ropa, a la peluca e incluso a la ropa
interior.
Demás está decir que los bellos y
extensos jardines del Palacio que nos ocupa servían de refugio para los
romances fortuitos o para la muy humana evacuación de los intestinos.
En su ‘Memorias de Luis XIV’, el
duque de Saint-Simon relata que la Princesse d’Harcourt, una noble francesa, a
veces orinaba mientras caminaba, sin ninguna vergüenza, “dejando un rastro
terrible detrás de ella que hacía que los sirvientes desearan mandarla al
diablo”.
Voltaire se alojó en una
habitación del palacio y lo describió como “el agujero de mierda con
peor olor en todo Versalles”.
El propio monarca francés no se
distinguió precisamente por su limpieza; todo lo contrario. Un embajador ruso
en su corte relataba que Luis “apestaba como un animal salvaje”, porque sus
médicos le aconsejaban que para mantener su salud debía bañarse lo menos
posible. Luis renegó de los baños durante toda su vida, y según su propia
admisión, su cuerpo solo recibió una limpieza completa el día que nació y casi
al final de sus días (murió el 1 de septiembre de 1715), por prescripción
médica.
Antes de finalizar sus días de vida le
entraron ínfulas de limpieza, y a inicios de 1715 decretó que las heces en los
pasillos de Versalles se recogieran una vez por semana.
No obstante, él no fue el único
monarca famoso por su rechazo a la higiene. La reina Elizabeth I de Inglaterra
decía que ella se bañaba una vez al mes, aunque no le hiciera falta. James I,
su sucesor, se lavaba solo las manos; y en España, la reina Isabel, según diversas
fuentes, solo se bañó el día que nació y el día de su boda. Otro ejemplo del
gusto por la pestilencia era el de Napoleón Bonaparte, quien en una carta a su
querida Josefina escribió: “Vuelvo a casa en tres días; no te bañes...”
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