lunes, 11 de mayo de 2020

La sucia historia de la higiene (I)


La historia que poco se conoce
Por: José Luis Vargas Sifuentes

Han tenido que transcurrir varios cientos de años para que la humanidad se dé cuenta de la vital importancia de practicar algo tan sencillo, para muchos anodino, como es lavarse las manos constantemente. Un insidioso virus de entre 80 y 200 nanómetros (millonésimas partes de un milímetro), enviado quizás por un mundo harto de ser maltratado por el hombre, vino a poner las cosas en su sitio y hacernos recordar la importancia de mantener nuestra higiene personal. Higiene que nunca se tomó en cuenta, fue soslayada o simplemente ignorada.
Desde que el hombre tomó conciencia de su importancia en nuestro descuidado planeta se dedicó a conquistar territorios, asegurarse su alimentación y reproducirse, sin tener en cuenta ese concepto básico del aseo y del cuidado de su propio cuerpo para preservar su salud y prolongar su existencia en el tiempo.
Hasta donde llegan los datos históricos, desde que el sedentarismo sentó sus reales y se organizó la vida en sociedad, nuestros antepasados no conocieron el jabón, el champú ni el desodorante, aunque hoy todavía hay quienes no los usan con asiduidad, como se ha podido comprobar en estos más de cuatro meses desde que el Covid-19 apareció en la ciudad china de Wuhan.
Así ha sido durante varios siglos, largo tiempo en que no se conoció ni siquiera el hoy tan buscado papel higiénico, que recién fue inventado por los chinos en el siglo XIV (aunque hay evidencias escritas que ya lo usaban en el siglo VI) para, cinco siglos después, empezar a ser comercializado como papel medicado y enrollado en Estados Unidos, y de ahí empezar a difundirse por (casi todo) el mundo.
Antes de Cristo se usaban trozos de madera envueltos en lino. Las cavernícolas preferían esponjas marinas. Luego se pasó a usar lanas de ovejas, hojas de plantas o trozos de tela de algodón que se lavaban y ponían al sol por varios días. Estos últimos fueron, además, los salvavidas de las mujeres antes de la aparición de los tampones y toallas higiénicas.
Aunque no conocieron el jabón, los habitantes de Babilonia y de Egipto usaban productos similares: una mezcla de grasas con un ingrediente activo, normalmente cenizas. Y aunque hay escritos que mencionan el baño como costumbre en ambas civilizaciones, se refieren a rituales religiosos más que al uso diario.
Igualmente, en ambos países se construyeron complejos sistemas de canales y tuberías para el transporte y distribución de agua, pero solo existe evidencia de que se destinaba más a la irrigación de los campos y consumo en los hogares, sin una clara mención a su uso para la higiene. Lo más probable es que el baño estuviese restringido a las clases pudientes, pues solo se han encontrado restos de baños en los palacios de los ricos que, digámoslo de paso, son los mejor construidos y de los pocos que se han conservado.
Una civilización célebre por sus costumbres higiénicas fue la romana. Conocidos eran sus grandes baños donde la aristocracia se juntaba casi a diario con la plebe en un democrático ejercicio cultural-higiénico. Las grandes ciudades contaban con termas en las que los visitantes podían disfrutar de piscinas con agua fría, templada o caliente.
La historia destaca la forma como los romanos limpiaban las impurezas de su cuerpo, frotándolo con aceite que luego eliminaban con una rascadora llamada estrígil.
A pesar de todo, los baños estaban lejos de ser lugares impolutos, como algunos nos quieren hacer creer. Lo cierto es que el agua no se cambiaba durante varios días, y no había cloro para desinfectarlas. Además, eran visitados por gran número de personas que en ellos satisfacían sus necesidades fisiológicas, y los convertían en caldos de todo tipo de cultivos bacteriológicos.
Aparte, la ciudad tampoco era un dechado de limpieza. Era común que desde los pisos superiores de las insulae (bloques de vivienda) se vertiera por la ventana los restos líquidos y sólidos de sus habitantes, y no existía un servicio de recojo de la basura que se acumulaba en las calles.
En Roma había aseos públicos, pero no todos esperaban a llegar a uno de ellos, y hacían sus necesidades en la primera esquina que encontraban.
También existían tintorerías y lavaban la ropa con orina fermentada (amoniaco), pero a ella solo accedían los más pudientes, que además eran los únicos que podían adquirir perfumes para ocultar los malos olores.
Excepto esto último, la falta de higiene corporal volvió a sentar sus reales a la caía del Imperio Romano, y se mantuvo durante los más de diez siglos siguientes, sobre todo en la Europa Occidental, excepto Portugal –donde el baño sí era casi obligatorio– como veremos más adelante.

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