La historia que poco se
conoce
Por: José Luis Vargas
Sifuentes
Han tenido que transcurrir varios
cientos de años para que la humanidad se dé cuenta de la vital importancia de
practicar algo tan sencillo, para muchos anodino, como es lavarse las manos
constantemente. Un insidioso virus de entre 80 y 200 nanómetros (millonésimas
partes de un milímetro), enviado quizás por un mundo harto de ser maltratado
por el hombre, vino a poner las cosas en su sitio y hacernos recordar la
importancia de mantener nuestra higiene personal. Higiene que nunca se tomó en
cuenta, fue soslayada o simplemente ignorada.
Desde que el hombre tomó conciencia de
su importancia en nuestro descuidado planeta se dedicó a conquistar
territorios, asegurarse su alimentación y reproducirse, sin tener en cuenta ese
concepto básico del aseo y del cuidado de su propio cuerpo para preservar su
salud y prolongar su existencia en el tiempo.
Hasta donde llegan los datos
históricos, desde que el sedentarismo sentó sus reales y se organizó la vida en
sociedad, nuestros antepasados no conocieron el jabón, el champú ni el
desodorante, aunque hoy todavía hay quienes no los usan con asiduidad, como se
ha podido comprobar en estos más de cuatro meses desde que el Covid-19 apareció
en la ciudad china de Wuhan.
Así ha sido durante varios siglos,
largo tiempo en que no se conoció ni siquiera el hoy tan buscado papel
higiénico, que recién fue inventado por los chinos en el siglo XIV (aunque hay
evidencias escritas que ya lo usaban en el siglo VI) para, cinco siglos
después, empezar a ser comercializado como papel medicado y enrollado en
Estados Unidos, y de ahí empezar a difundirse por (casi todo) el mundo.
Antes de Cristo se usaban trozos de
madera envueltos en lino. Las cavernícolas preferían esponjas marinas. Luego se
pasó a usar lanas de ovejas, hojas de plantas o trozos de tela de algodón que
se lavaban y ponían al sol por varios días. Estos últimos fueron, además, los
salvavidas de las mujeres antes de la aparición de los tampones y toallas
higiénicas.
Aunque no conocieron el jabón, los
habitantes de Babilonia y de Egipto usaban productos similares: una mezcla de
grasas con un ingrediente activo, normalmente cenizas. Y aunque hay escritos
que mencionan el baño como costumbre en ambas civilizaciones, se refieren a
rituales religiosos más que al uso diario.
Igualmente, en ambos países se
construyeron complejos sistemas de canales y tuberías para el transporte y
distribución de agua, pero solo existe evidencia de que se destinaba más a la
irrigación de los campos y consumo en los hogares, sin una clara mención a su
uso para la higiene. Lo más probable es que el baño estuviese restringido a las
clases pudientes, pues solo se han encontrado restos de baños en los palacios
de los ricos que, digámoslo de paso, son los mejor construidos y de los pocos
que se han conservado.
Una civilización célebre por sus
costumbres higiénicas fue la romana. Conocidos eran sus grandes baños donde la
aristocracia se juntaba casi a diario con la plebe en un democrático ejercicio
cultural-higiénico. Las grandes ciudades contaban con termas en las que los
visitantes podían disfrutar de piscinas con agua fría, templada o caliente.
La historia destaca la forma como los
romanos limpiaban las impurezas de su cuerpo, frotándolo con aceite que luego
eliminaban con una rascadora llamada estrígil.
A pesar de todo, los baños estaban
lejos de ser lugares impolutos, como algunos nos quieren hacer creer. Lo cierto
es que el agua no se cambiaba durante varios días, y no había cloro para
desinfectarlas. Además, eran visitados por gran número de personas que en ellos
satisfacían sus necesidades fisiológicas, y los convertían en caldos de todo tipo
de cultivos bacteriológicos.
Aparte, la ciudad tampoco era un
dechado de limpieza. Era común que desde los pisos superiores de las insulae (bloques
de vivienda) se vertiera por la ventana los restos líquidos y sólidos de sus
habitantes, y no existía un servicio de recojo de la basura que se acumulaba en
las calles.
En Roma había aseos públicos, pero no todos esperaban a llegar a uno de ellos, y hacían sus
necesidades en la primera esquina que encontraban.
También existían tintorerías y lavaban
la ropa con orina fermentada (amoniaco), pero a ella solo accedían los más
pudientes, que además eran los únicos que podían adquirir perfumes para ocultar
los malos olores.
Excepto esto último, la falta de
higiene corporal volvió a sentar sus reales a la caía del Imperio Romano, y se
mantuvo durante los más de diez siglos siguientes, sobre todo en la Europa
Occidental, excepto Portugal –donde el baño sí era casi obligatorio– como
veremos más adelante.
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