Publicado en el diario
oficial El Peruano el sábado 14.03.20
JOSÉ LUIS VARGAS SIFUENTES
Lima fue
siempre una ciudad de fantasmas, aparecidos, ánimas en pena, cadenas que se
arrastran por escaleras de maderas y hombres sin cabeza que se cruzaban en
nuestro camino sin siquiera dirigirnos la mirada, mucho menos darnos un saludo.
¿Quién no
recuerda haber oído de sus abuelos, padres, vecinos o empleadas de la casa,
escalofriantes historias de frailes sin cabeza, perros con ojos de fuego,
golpes sordos en los batanes de la cocina y pasos que se perdían en los
sombríos corredores de las casas, entonces de amplias habitaciones y techos
altísimos?
¿O de
procesiones de ánimas benditas; condenados que entonaban misereres; viudas que
deambulaban por las noches buscando al ingrato que las abandonó en vida; almas
en pena que necesitaban oraciones para salvarse del purgatorio, o que
retornaban para señalar al feliz favorecido el lugar donde se encontraba un
tesoro o un ‘tapado’ escondido; y duendes, especie de diablillos cabezones y
especialistas en apedrear los interiores de las casas?
¿Y acaso no
recuerdan las advertencias paternas de ser obedientes, so pena de que por las
noches los muertos vinieran a ‘jalarnos las patas’? ¿O portarnos bien para que
no viniera el ‘cuco’? Nos preguntamos si las penas de nuestros abuelos cumplían
una misión educativa.
Hay escritas
mil y una anécdotas sobre los fantasmas que reinaban en Lima, adoptando las más
diversas formas y manifestándose por todos los medios a su alcance.
Ni qué decir de
las casas recién desocupadas de la ciudad. Ipso facto, se convertían en
residencia de fantasmas que provocaban llamas en su interior, hacían aullar a
los perros vecinos y alborotar los gallineros. El temor a ellos se mantuvo
hasta fines del siglo pasado. Por eso era costumbre bendecir la casa y rociarla
con agua bendita antes de ocuparla.
Una de esas
casas, cuyos misterios interiores dizque hacían palidecer y enmudecer a más de
uno, era el segundo piso de la antigua tienda Matusita, en la esquina de las
avenidas Garcilaso de la Vega y España, frente al edificio que hasta hace
varias décadas ocupaba la embajada de Estados Unidos de América.
Que se sepa,
los altos de la vieja casona jamás fueron ocupados por bípedos de carne y
hueso, no mientras la legación diplomática tuvo sentado sus reales allí. La
existencia de los nunca bien conocidos fantasmas, siempre fue puesta en duda
por incrédulos que nunca faltan y fue motivo de más de una apuesta entre
quienes se atrevían a pasar una noche en su interior, sin temor a las bromas y
travesuras de los amigos de Gasparín.
Después de que
esa legación se mudó de local y en su reemplazo funcionaban las oficinas de una
distribuidora de artefactos eléctricos, y después una agencia bancaria, nadie
ha vuelto a hablar de los famosos “fantasmas de los altos de Matusita”.
Nos preguntamos
si ellos, que parecían ser los últimos ‘sobrevivientes’ de una Lima que no quiere
irse, se han mudado junto con los diplomáticos ‘made in USA’ o han emigrado a
ignotos lugares, pues ya nadie los recuerda. ¿Estarán de vacaciones? ¿O,
simplemente, aguardan en sus cuarteles de invierno una nueva oportunidad de
hacer noticia? Vaya uno a saber.
Tampoco se
habla ya de los más famosos y ‘reales’ fantasmas que poblaban el antiguo local
del Tribunal de Santo Oficio, hoy Museo de la Inquisición y del Congreso,
donde, según viejos servidores, se escuchaba voces lastimeras de hombres
torturados; un cura caminando sin cabeza o sin brazos, y hasta personas que
atravesaban las paredes.
En la propia
sede del Palacio Legislativo se dice que los gasparines escogían la noche para
recorrer sus instalaciones y bajar (o subir) sus altas escaleras de madera.
Entre otras
historias, muchas personas aseguraban haber visto pasear en las noches y en
medio de ruido de cascos de un caballo al fantasma sin cabeza del antiguo
propietario de la Quinta Heeren, de los Barrios Altos, que murió decapitado por
orden de la Santa Inquisición, acusado de herejía.
Para Ricardo
Palma las penas de Lima fueron ahuyentadas por la civilización, el alumbrado
público y la policía; a lo que José Gálvez añadió “las modernas y estrechas
casas de hoy”.
Ahora, todo
indica que los últimos fantasmas que entretenían a los limeños de ayer, han
terminado por emigrar. Las preocupaciones de nuestro convulsionado mundo los han
dejado sin piso y sin espacio en nuestras tertulias cotidianas.
Los que
persisten en quedarse, si aún queda alguno, tienen los días contados:
terminarán como los cabellicos, maire, del conquistador aquel: uno a uno se los
lleva el aire.
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