En la década de los años veinte del siglo pasado,
Lima empezó a expandirse con la proliferación de urbanizaciones, por la masiva
afluencia provincianos y de extranjeros que escapaban de la I Guerra Mundial.
Como parte de ese proceso, afloraron locales
nocturnos (llamados boites), bares,
prostíbulos y casas de citas, por lo que la Municipalidad de Lima decidió
ubicarlos en un solo lugar donde no interfirieran en la vida diaria de la
población.
Nació así el más grande y famoso burdel capitalino,
que en su mejor momento llegó contar con 256 casas de cita con sus respectivas representantes
del ‘oficio más antiguo del mundo’.
El lugar asignado ocupaba las primeras siete
cuadras del entonces llamado jirón 20 de Septiembre, entre la avenida Grau y el
jirón Sebastián Barranca, en el corazón de La Victoria.
Al convertirse en el gran burdel de Lima, el nombre
del jirón motivó la protesta de los italianos en Lima, por ser la fecha (‘Día
de la Reunificación’) en que Italia recuerda su unificación y la
declaratoria de Roma como su capital, lograda tras una larga guerra interna.
Ante ese hecho, el jirón tuvo que ser rebautizado
como jirón Huatica, nombre de un brazo
del río Rímac, que venía desde el molino de Santa Clara en los Barrios Altos y
cruzaba por la zona.
En esas siete cuadras empezaron a convivir
personajes del hampa, de vida alegre, de los bajos fondos, bohemios, criollos y
aficionados al juego, confundidos con aguateros, fritangueros, guardianes y
proxenetas.
El público asistente a este gran centro de la
libidinosidad callejera era diverso: artistas, políticos, intelectuales y
hombres de toda condición.
Entre los ‘caseritos’ del lugar se encontraban los
escritores Julio Ramón Ribeyro, que se enamoró de una de ellas, llamada ‘La
Mona’; y Mario Vargas Llosa. Todos pasaban por el jirón, pero no solo para
fornicar, sino también para tomarse unos tragos, charlar, escuchar
música o pasar un buen rato. La oferta y la demanda eran muy variadas.
En su libro ‘Guía secreta. Barrios Rojos y Casas de
Prostitución en la Historia de Lima’ (2009), el arquitecto Roberto Prieto
detalla cómo desde 1928 hasta 1956 las calles fueron tomadas por prostitutas
que, apostadas en las puertas de sus casas o con medio cuerpo fuera de sus
ventanas, mostraban sus encantos y atraían a sus urgidos clientes.
Las cuadras estaban delimitadas de acuerdo a los
precios que iban de 3 a 20 soles, según la edad, belleza, coqueteos y nacionalidad
de las féminas. La más cara era la cuadra 4 (a tres paralelas de la Plaza Manco
Cápac), llamada ‘de las extranjeras’, por
la presencia de francesas, polacas, brasileñas, etc., y solo una japonesa,
llamada ‘Shimabuko’ (Isabel Shimabukuro). Las más baratas eran las primeras y
últimas cuadras, que cobijaban a las menos agraciadas o ‘tías’ cuarentonas.
Hay muchas historias contadas sobre este jirón como
las que narra nuestro Nobel en ‘El pez en el agua’ o sobre la ‘Pies Dorados’ en
‘La ciudad y los perros’, pasando por crónicas de diversos escritores sobre su
paso por ese antiguo burdel limeño.
Este centro libidinoso de Lima duró hasta 1956
cuando el presidente Manuel Prado ordenó desalojar a las prostitutas de
Huatica, y su traslado al final de la avenida México, cerca del cerro El Pino,
en la zona llamada ‘Floral’, lugar algo alejado de la urbe que seguía creciendo
en esa época con la masiva llegada de
provincianos.
Poco a poco, la llamada ‘zona roja’ empezó a entrar
en decadencia y dejó de ser un lugar de prostitutas. Las extranjeras se fueron
por la poca demanda que tenían, debido a la competencia de vendedoras de sexo
de provincias, que cobraban más barato y ofrecían ‘servicio completo’.
Al mismo tiempo, nacían prostíbulos y casas de cita
en el kilómetro cinco y medio de la Carretera Central, y ‘El trocadero’, al
final de la avenida Argentina, en el Callao. Estos, a su vez, serían posteriormente
desplazados por numerosos ‘salones de masajes’ y hostales que se instalaron en
diversos lugares de la Gran Lima, a bajos precios por habitación, lo que
evitaba a las parejas tener que trasladarse fuera de la ciudad para dar rienda
suelta a sus instintos sexuales. Lima dejó de tener su ‘zona roja’ y se
convirtió en una ‘ciudad rosada’.
Al mismo tiempo, el jirón cambió su nombre a
Renovación, que se conserva hasta hoy, cesó la actividad que se le asignó y
llegó a convertirse en un lugar de alta peligrosidad, centro de venta y consumo
de drogas. Con el tiempo había cambiado de un mal necesario, por otro
degradante. Cosas de la vida.
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