Publicado en el diario
oficial El Peruano el sábado 4.01.20
JOSÉ LUIS VARGAS SIFUENTES
Nuestra ciudad capital fue fundada el 18 de enero de 1535 con el nombre de
Ciudad de los Reyes, como consta en el acta de fundación suscrita por el
conquistador Francisco Pizarro y otras 68 personas, entre ellas 12 españoles
que lo acompañaban, 26 vecinos llegados de Jauja y 30 venidos de San Gallán (nombre
antiguo de Pisco).
El nombre fue refrendado 23 meses después por el rey Carlos I de España (y V del Sacro Imperio) y su madre, la reina Juana (La loca) mediante real cédula suscrita el 7
de diciembre de 1537, por la cual se concedía el Escudo de Armas a la nueva
ciudad.
Sin embargo, desde su fundación a la nueva ciudad se la llamó Lima, y así
se le sigue llamando hasta hoy, sin partida de nacimiento oficial.
Ese título sería empleado, y durante un determinado tiempo, solo en las
escrituras y documentos públicos de contratos y causas, y en todos los
juzgados, como lo detalla el padre Bernabé Cobo –el más ilustre historiador de
Lima, según Raúl Porras Barrenechea– en
su ‘Historia de la fundación de Lima’.
El nombre con que conocemos a nuestra capital se usaba en el trato diario y
común, pues era más fácil decir “Voy a (o vengo de) Lima”, que “de la Ciudad de
los Reyes”. Tenía menos letras y era más fácil de pronunciar.
En cuanto al origen de la palabra Lima hay varias opiniones.
Para el arqueólogo Pedro Villar Córdova es el nombre de una flor que en
aimara se pronuncia ‘limac-limac’ o ‘limac-huayta’, una yerba de flores
amarillas que crece en la cordillera, al pie de nieves perpetuas, “y que los
indígenas de Canta y Huarochirí empleaban para fustigar, con su suave tallo, el
frenillo de la lengua de los infantes que comienzan a balbucear sus primeras
palabras, para que hablen rápidamente”. Esa operación era llamada ‘limay’.
Otros cronistas, entre ellos Cobo y Antonio de la Calancha, y los
historiadores Juan Bromley, María Rostworowski y Raúl Porras Barrenechea coinciden
que Lima deriva de Rímac, nombre que se dio al río, pero pronunciado en forma
particular por los yungas (pobladores de la costa), utilizando la ‘r’, lo que a
oídos de los españoles sonaba como ‘l’, es decir, ‘Limac’. (Ocurría lo mismo
con el nombre inca del pueblo de Runahuanac, que los españoles entendían como
Lunahuaná.)
Cobo explica que Rímac es participio y significa ‘el que habla’, nombre que
caía muy bien al río, “por el gran ruido que hace con su caudal cuando viene
crecido”.
Calancha añade
que el mismo nombre recibía un dios adorado por los indios, que tenía la
facultad de hablar y respondía con oráculos.
El nombre se
aplicó a los pobladores que vivían en las riberas del río, y se extendió a todos
los ocupantes del valle. Y se siguió usando por los españoles en su trato
diario con los indios.
Porras sintetiza lo dicho: “Es el río Rímac, torrentoso, voluble y
desigual, innavegable y huérfano de transportes (…), carente de paisaje y de
alma, pero obrero silencioso en la fecundación de la tierra y creador oculto de
fuerza motriz, el que impone su nombre a la capital indo-hispánica del Sur.”
En sus inicios, según el periodista e historiador Aurelio Miró Quesada, Lima
debió ser una ciudad de pescadores, que dejaron su huella en las playas; y
después se convertirían en agricultores sedentarios, influenciados por los
venidos de los Andes, y sobre todo de sus vínculos con la raza aimara del altiplano.
Esto último, dice, está demostrado por los ‘aimarismos’ en los toponímicos,
caso de Chucuito, Callao, Copacabana, Puruchucu, Huaycán y Huancané, por
ejemplo.
Según varios historiadores, el limeño primigenio era yunga pescador y
cazador obligado, que se alimentó de carne y pescado crudo; se estacionó en los
valles al borde de la fuente de agua única que recogió y distribuyó en canales
para vivificar los sembríos de maíz y plantas alimenticias y construyó sus poblaciones
en las colinas o sitios encumbrados o cerros artificiales huyendo de la llanura
o la tierra fértil por razones defensivas, económicas o mágicas.
Del yunga costeño hablaban despectivamente los incas, como lo comprobaron
los cronistas Francisco de Jerez, Pedro Sancho y Martín de Estete, que decían
de ellos ser ‘gente ruin y pobre’, que no servía para guerra ni para gobierno.
Esos hombres lograron convertir el desierto de tierra arenisca delgada y
fértil en un lugar habitable, que los españoles modificarían sustancialmente.
Y como dice Porras, “le dieron el nombre de Lima que tiene sabor de mujer y
de fruta’ y vencieron con su entraña quechua inarrancable a la denominación
barroca de Ciudad de los Reyes”.
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