sábado, 14 de diciembre de 2019

Nuestra deuda con la ancianidad


Publicado en el diario oficial El Peruano el sábado 14.12.19
JOSÉ LUIS VARGAS SIFUENTES

            Seguimos insistiendo en la propuesta de las NNUU de hacer posible una sociedad multigeneracional que acoja como miembros natos y con todos sus derechos a nuestros mayores de 65 años, evitando la marginación de que son objeto en nuestra egoísta e insensibilizada sociedad.
Una de las formas de eludir nuestra obligación de atenderlos y asistirlos es su internamiento en centros asistenciales (albergues o asilos), que no es otra cosa que su segregación con respecto a la sociedad. Cada vez con mayor frecuencia recurrimos a aquellos locales cuando el anciano es no autosuficiente, no tiene familia o carece de recursos económicos suficientes.
            Además, la política educativa actual está vinculada íntimamente a la actividad laboral. Nuestros jóvenes son educados con miras al trabajo, lo que origina la falta de programas de formación para la tercera edad, desvinculada de las tareas productivas.
            En una época en la que el aprendizaje y la actualización constantes son una condición sine qua non para seguir el paso de la evolución tecnológica y obtener sus beneficios, los ancianos son excluidos de las políticas educativas, como si ya no tuvieran necesidad de estar actualizados, se les margina como si no pertenecieran ya a nuestro entorno. Mismos extraterrestres.
            Olvidamos que el ejercicio de una actividad posterior a la jubilación produce un efecto benéfico en la calidad misma de la vida. Por el contrario, la jubilación obligatoria da comienzo a un proceso de envejecimiento precoz. De ahí que el tiempo libre de que disponen los ancianos debiera ser empleado en desempeñar un papel activo, según sus capacidades y posibilidades, promoviendo su acceso a las nuevas tecnologías, permitiéndoles la realización de trabajos socialmente útiles y facilitando su acceso a experiencias de servicio y voluntariado.
            Lamentablemente, en nuestras sociedades hasta la muerte ha perdido hoy su carácter sagrado, su significado de realización, y se ha transformado en un tabú. Más aún, se hace todo lo posible para que pase desapercibida.
            Hasta el escenario cambia para los ancianos que llegan al final de sus días: hoy son cada vez menos los que mueren en su propia casa, y cada vez más los que lo hacen en un hospital o en un asilo, lejos de su entorno propio.
            También ha caído en desuso, sobre todo en las urbes, los momentos rituales de pésame y ciertas formas de piedad. Todo se reduce a algunas frases cliché: “Al fin está descansando”, “ya le tocaba”, “todos vamos a llegar a esto”, “pobrecito, por suerte no sufrió a la hora de su muerte”, etc.
Para la mayoría de leyes y tribunales nacionales, estas restricciones basadas en la edad están ‘objetivamente justificadas’, igual que sucedía con las distinciones por razones de sexo, principalmente contra las mujeres.
Nos equivocamos al considerar más aceptable la discriminación y exclusión de los mayores que la discriminación y exclusión de las personas por razón de su género, etnia o capacidad. Por el contrario, la discriminación por edad se suma a la carga discriminatoria que padecen diversos grupos (mujeres, migrantes, colectivos LGBTI, etc.), lo cual multiplica su riesgo de precariedad y de exclusión social.
Algunas de estas distinciones por motivos de edad ni siquiera tienen sentido. Es tentador pensar que la jubilación anticipada y obligatoria son necesarias para dar paso a la juventud en el mercado laboral. Sin embargo, según varias investigaciones, no hay pruebas de que tales políticas conduzcan a elevar las tasas de ocupación entre los jóvenes.
De un lado, estas políticas no abordan el problema del desempleo juvenil que pretenden abordar; y de otro, perdemos la experiencia y las aptitudes de las personas de más edad como posibles mentores. Las políticas de jubilación anticipada contribuyen, además, a estereotipar a las generaciones, enfrentando a los grupos de edad entre sí y alimentando el temor de las generaciones más jóvenes a formar parte, algún día, de las generaciones sénior.
Como sociedad, podemos beneficiarnos de las habilidades, experiencia y conocimientos de las generaciones mayores, si las involucramos activamente en la toma de decisiones, en nuestras comunidades y en el trabajo, remunerado o no.
            ¿Nos hemos puesto a pensar cuánto de todo lo que nos rodea les tenemos denegado a nuestros abuelos y ancianos, en general?
Nuevamente tenemos que recurrir al poeta para recordarnos que frente a la vida y frente a la muerte, a beneficio y por el bienestar de nuestros ancianos, hay, hermanos, muchísimo que hacer.

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