Publicado
en el diario oficial El Peruano el sábado 7.11.2019
JOSÉ LUIS VARGAS SIFUENTES
A lo ya expresado en nuestra crónica
anterior, debemos añadir esa tendencia, muy difundida en la actualidad, a
ignorar y marginar a los ancianos. El edadismo (o discriminación por razón de
edad) es omnipresente: está arraigado en nuestras culturas, instituciones y
políticas. Está presente en la publicidad de
productos para ‘combatir el envejecimiento’ o en las bromas sobre
la muerte de los mayores como solución a la crisis de salud.
En
algunos Estados de la UE, a los mayores de 70 se les niega el derecho a
alquilar un coche, independientemente de su capacidad para conducir. Las
personas con discapacidad tienen acceso a servicios hasta los 60 o 65 años, y algunas
leyes los excluyen del acceso a tratamientos quirúrgicos punteros o a
beneficiarse de la formación laboral. En el mercado laboral, un desempleado de 55 años es
muy probable que no vuelva a tener empleo.
El
edadismo es uno, si no el principal, de los problemas de la actualidad, en un
mundo egoísta y despiadadamente competitivo, donde el respeto a la vida y los
derechos de los demás pasa a segundo plano. La atención se concentra en la
eficiencia e imaginación de los jóvenes, y excluye de los ‘circuitos
productivos’ y de las relaciones sociales a los de la tercera edad.
A
esos hombres que nos dieron vida y contribuyeron a forjar la sociedad en que
vivimos, los alejamos poco a poco de nuestro ambiente social y familiar, los situamos
al margen de la comunidad y de las actividades cívicas, y condenamos al
abandono, la soledad y el aislamiento.
Esa
falta de relaciones humanas, de contactos interpersonales y sociales, de estímulos,
informaciones e instrumentos culturales, los hace olvidar su pertenencia a la
comunidad, y encerrarse en sí mismos, con el consiguiente proceso de
autodegradación física y mental.
Esa
situación se agrava al verse impedidos de cambiar su situación e
imposibilitados de participar en la toma de decisiones que les concierne como
personas y como ciudadanos.
Según
gerontólogos, sociólogos, psicoterapeutas y los dedicados al estudio de la
ancianidad, algunos ancianos asumen su vejez como un proceso natural de nuestra
existencia y lo hacen con serenidad y dignidad.
Para otra mayoría de marginados, la vejez
se convierte en un trauma. Para ellos, el paso de los años los lleva a adoptar
actitudes que van de la resignación pasiva a la rebelión y el rechazo, como
productos de la desesperación, o como expresión de algún mecanismo de defensa.
Mucho es lo que podemos y debemos hacer
para superar las deficiencias, o ausencias, de la legislación oficial respecto
a este asunto; para suplir las carencias o insuficiencias de las organizaciones
sociales, y, sobre todo, revertir las incomprensiones de la sociedad.
Debemos comprometernos a lograr, como
meta, que los ancianos formen parte activa de nuestras vidas y sean sujetos
activos de ese período de la existencia humana al cual gran parte de nosotros
también llegaremos, o aspiramos a llegar. No hay que detenernos en la búsqueda
de formas y métodos nuevos cuya meta sea mejorar las necesidades y expectativas
materiales y espirituales de los ancianos, y elaborar proyectos en defensa de
ese período de la vida, de su significado y su destino; que los estimule a dar
sus aportes personales, y ayude a lograr los beneficios que les corresponden
por su participación activa en la vida de la comunidad.
Modificar,
hasta superar, la imagen negativa que se tiene de nuestros viejitos es una
tarea cultural y educativa que debe emprenderse desde el seno de la familia y
en la escuela. Cada niño debiera aprender, juntamente con las primeras letras,
el respeto a las canas y el amor a nuestros abuelos, educándolos en la
convicción de la necesidad que tenemos unos de otros.
Es nuestra
responsabilidad ayudarlos a que capten el sentido de su edad, a apreciar sus
propios recursos y posibilidades y superar su tentación al rechazo, al
autoaislamiento, a resignarse a sentirse inútiles y a la desesperación.
Construir
una ‘sociedad para todas las edades’, anhelo de la ONU, solo se logrará si se tiene
como base el respeto a la vida en todas sus fases; aceptando la presencia de los
ancianos como un don, una riqueza humana y espiritual nueva, un signo de
nuestro tiempo que, si se comprende en toda su plenitud, puede ayudarnos a
recuperar el sentido de la vida, que va más allá de los significados que le
atribuyen ciertos gobiernos y organizaciones, el Estado, el mercado y la
mentalidad dominantes.
Es
necesario, pues, poner manos a la obra. Ahora.
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